Se puede ver a turistas y residentes como a rivales disputándose el uso del espacio en los destinos saturados. Compiten por sitio en la playa, las aceras o los transportes públicos sobrecargados; por las tiendas que se especializan para atraer a visitantes dejando de interesar a los lugareños; y sobre todo, por viviendas convertidas en alojamientos asequibles para los turistas, pero a precios inaccesibles para los residentes que las necesitan más.
La hiperespecialización turística es ingrata con los vecinos —a menudo olvidados por las transformaciones económicas y sociales de centros urbanos o áreas costeras, cuando fueron ellos los encargados de integrar al visitante acogiéndolo con civismo y generosidad—.
Tectónica de placas del turismo
Otro segundo pique latente en las sociedades receptoras del turismo enfrenta a los residentes entre sí. De un lado, los que viven más o menos directamente de él y, del otro, aquellos a los que les toca tolerar sus inconvenientes sin llegar a notar los beneficios. Este conflicto de intereses tiene picos y valles. Cuando los críticos se organizaron para denunciar lo que pasaba en sus vecindarios, la reacción de los defensores no se hizo esperar. La prensa más afín, se dedicó a descalificar con ese ejercicio de cinismo llamado turismofobia. Aquella etiqueta fue un intento de recuperar el control de un relato hegemónico hasta entonces favorable, pero, como tantas otras cosas, revisable.
A pesar de todo, aquellas revueltas vecinales de hace unos años consiguieron abrir el melón del turismo. Lo que quedó expuesto fue revelador. Mucha gente empezó a conocer mejor a un sector que se ha acostumbrado a que se le pague la promoción internacional con dinero público o a encontrarse las playas y las ciudades limpias y seguras a cargo del contribuyente. A cambio, lo que él tiene para ofrecer suelen ser salarios bajos y estacionales.
Por el momento, la solución de compromiso ha sido resignarse con unos puestos de trabajo e ingresos que pueden no ser generosos, pero sí vitales mientras se sigue buscando esa fórmula genial llamada «gestión responsable del destino turístico».
Lejos de un lecho de rosas, la naturaleza de la relación entre turismo y sociedad es por definición conflictiva, con formas diversas de tensión siempre latentes y en evolución.
Saturacíon turística conoce a cambio climático
Este poso de descontento está a punto de recibir una buena dosis de resentimiento añadido. La preocupación creciente por el cambio climático ha empezado a ejercer una presión considerable sobre los conflictos asociados a la saturación. Resulta que ese turista que gentrifica, además, contamina y le sale gratis. Esto es así, en parte, por el tratamiento fiscal anómalo que tiene el combustible del transporte internacional —sobre todo de la aviación— que en su día se explicó aquí con esta infografía.
Resumiéndolo en dos frases: los cruceros tienen permitido quemar carburantes baratos y altamente contaminantes prohibidos fuera del mar. Al repostar queroseno para sus vuelos internacionales, los aviones están exentos del IVA y el impuesto de hidrocarburos que sí que pagan los coches al poner gasolina. Esta situación de la que apenas se hablaba hace unos años aparecía comentada esta semana en un telediario.
Costes de la movilidad barata
El modelo que se basa en la movilidad barata de las mercancías y las personas tiene costes medioambientales y sociales elevados. Por un lado, desincentiva y hace difícil de financiar la transición energética hacia una economía que deje de estar basada en el consumo de combustibles fósiles. Cuando el que contamina no paga, como pasa con el transporte internacional, no tiene motivos para dejar de hacerlo. De esta forma, las economías favorecen ciclos de larga distancia para alimentos, productos de consumo o visitantes que llegan a su destino cargados de una huella de carbono insostenible.
Pero, además, esta fórmula beneficia a unos sectores respecto a otros y da prioridad a los operadores de ámbito internacional frente a los domésticos, alimentando esas bolsas de resentimiento acumulándose en el nivel local. La que surge así es una sociedad volátil que, en el mejor de los casos, estalla en episodios de protesta o acaba buscando protección replegándose a posiciones reaccionarias.
Las protestas de los chalecos amarillos empezaron por un nuevo impuesto ecológico que penalizaba a trabajadores y autónomos. Sus reclamaciones son legítimas. ¿Qué sentido tiene pagar impuestos verdes para ir a trabajar en coches que contaminan muchas veces menos que los vuelos libres de impuestos de las vacaciones de otros?
Élites urbanas y costeras
Algunas contradicciones del reparto energético asimétrico están saliendo a la luz creando tensiones. El turismo no se libra de ellas. Resulta que esos turistas que se disputan con los residentes el espacio urbano, los paisajes y la vivienda han viajado miles de km impulsados por el queroseno exento. Los trabajadores del campo que se manifiestan con sus tractores tienen prohibido llenar el depósito con combustibles permitidos para los cruceros. Las ciudades —que ocupan el 2% del territorio— son las responsable del 70% de las emisiones de carbono en el mundo. Una sensación de agravio comparativo se va asentando en sectores mayoritarios de la población.
Una de esas frustraciones que ha empezado a manifestarse viene provocada por la creciente brecha entre las élites urbanas y costeras —focos receptores del turismo internacional por excelencia— que salen favorecidas frente a una periferia interior vaciada. Muchas veces, estas élites todavía siguen aferradas a la idea de la «ciudad global». Es difícil encontrar una ciudad que no aspire a ser un HUB de creatividad y emprendimiento. «Atraer talento» es el discurso dominante que sirve para reclamar, por ejemplo, un clima impositivo aún más favorable del que ya disfrutan. El urbanismo de la ciudad global prioriza al turista y a unos pocos ciudadanos nómadas con residencias rotatorias o capaces de vivir y trabajar en varios sitios a la vez.
Dumping turístico
A día de hoy, estos planteamientos tan apreciados por los lobbies turísticos y los encargados de la promoción de las marcas ciudad suenan desfasados a la luz de los verdaderos retos globales. Con ellos, se promociona un estilo de vida de alto consumo en energías fósiles a precios low cost para los ciudadanos más móviles. A la gran mayoría que se queda en tierra no se le aplican esos descuentos.
Estos precios artificiales son una de las claves para entender ese malestar incubándose en los lugares de destino. Visto así, el modelo va acompañado de formas reforzadas de dumping fiscal, social o habitacional contribuyendo a agravar los desafíos desigualitarios y climáticos de nuestro tiempo.
Imagen: Me and my bear rule the streets por Andrew Stawarz en Flickr