A finales del año pasado la Comisión presentó su propuesta para una nueva ley de servicios digitales europea. La DSA —Digital Services Act— se está elaborando como reemplazo urgente de viejas normas de Internet que ya han dado señales de agotamiento, en especial, la Directiva de Comercio Electrónico del año 2000. El nuevo texto, al que todavía le falta el visto bueno del Parlamento, tiene la rara virtud de haber recibido una buena acogida entre partes que no suelen estar de acuerdo. Desde políticos y reguladores pasando por las propias empresas reguladas o sus usuarios, todo el mundo parece hoy coincidir en que el rumbo de la digitalización va pidiendo correcciones. Sus promesas incumplidas de conexión y prosperidad universal han dado paso a fenómenos como la extrema polarización o la excesiva concentración corporativa con consecuencias sociales y económicas preocupantes.
Algunas semanas después, en dos informes de toma de posición publicados en marzo y abril de este año, tanto el principal lobby de las tecnológicas como el mayor grupo de presión de los consumidores europeos agradecían el esfuerzo de la comisión y afirmaban que la DSA iba por el buen camino, aunque, curiosamente, cada uno la vea circulando en direcciones opuestas. Las diferencias en el tono y las recomendaciones contradictorias de esos dos documentos resultan especialmente reveladoras y alarmantes al dejarse intuir a una comisión que podría encontrarse otra vez superada por los acontecimientos, como ya pasó hace 25 años cuando se aprobó la directiva de comercio electrónico a toda prisa o, más recientemente, con el fiasco inicial de las vacunas de la Covid19.
En esos papeles, el triunfalismo de las grandes tecnológicas por una norma que mantiene en lo sustancial un statu quo que les beneficia contrasta con la preocupación de los defensores de los consumidores pidiendo cambios para que esa gran promesa reguladora que en principio se suponía que sería la DSA acabe teniendo algún efecto positivo para los europeos. Tal y como está planteada ahora, la ley llamada a superar a la directiva de comercio electrónico hace poco más que reproducirla. Esta inercia resulta llamativa en medio de un ambicioso proceso legislativo con el que Europa aspiraría a convertirse en el referente mundial de la innovación regulatoria del tecnológico del que la DSA sería pieza clave.
Preocupa especialmente que el mismo régimen de responsabilidad para los operadores digitales de la antigua directiva se mantenga casi intacto. En él se ofrece inmunidad a los intermediarios digitales por el contenido que gestionan de terceros, siempre que lo retiren rápidamente una vez detectado y mientras se limiten a un papel neutral, técnico y pasivo al alojar esos contenidos. Los estados miembros, por su parte, no pueden imponerles obligaciones generales de detectar y eliminar ilegalidades en los espacios que controlan. Este principio general de irresponsabilidad del intermediario digital se sigue justificando hoy con argumentos que después de 20 años han ido perdiendo sentido.
De un lado, la digitalización desregulada como camino directo hacia la prosperidad es una de esas promesas incumplidas de una economía digital que está mostrando tendencias al monopolio y una concentración de la riqueza que no se habían visto desde finales del XIX. Además, las instituciones de la UE no consiguen desembarazarse de la influencia de un relato de trazo grueso promovido por las empresas de Internet estadunidenses autoproclamadas garantes de la primera enmienda. Identificar todo lo que pasa en la red con una interpretación a la americana de la libertad de expresión permite caracterizar a cualquier intervención como censura. De esta forma, mercados digitales globales de bienes o servicios físicos que operan en Europa como Airbnb o Amazon se benefician por extensión de una inmunidad que estaría justificada, en todo caso, para proveedores de contenido en línea y solo cuando se pueda efectivamente ver comprometida la libertad de expresión.
«Celebramos que la propuesta preserve los principios básicos de la Directiva de comercio electrónico, que han permitido a Europa desarrollar y disfrutar de una economía de Internet vibrante. Mantener principios como la responsabilidad limitada, la ausencia de monitorización general y el país de origen es clave para la innovación y el crecimiento continuos de estos servicios digitales en Europa y será fundamental para una rápida recuperación económica».
Informe de posición del lobby tecnológico Europa Digital
Esa afirmación de que Europa disfruta de una economía de Internet vibrante gracias precisamente a esta norma no es sino un cliché ampliamente compartido en Bruselas. En realidad, allí nadie parece atreverse a ser el primero en señalar con el dedo a una evidencia embarazosa: esa norma siempre ha sido una mala copia con una técnica jurídica más que discutible que viene pidiendo una reforma casi desde el primer día. La directiva de comercio electrónico se tardó solo tres meses en discutir y elaborar —en lugar de más de un año como es lo habitual—. Fue en el año 2000 a remolque de los EEUU juntando varios principios jurídicos importados de allí que chocan los unos con los otros.
La inmunidad de los intermediarios digitales de la sección 230 de la ley de decencia de comunicaciones norteamericana —que se había introducido en los 90 para incentivar a estos a controlar la proliferación de pornografía infantil o la incitación a la violencia en Internet— se trajo a Europa vía esa directiva donde se combinó con el sistema de «aviso y eliminación» —pensado para proteger a los derechos de autor en la red— que incorporaba otra ley estadounidense: la Digital Millennium Copyright Act. Esto se hizo sin una «cláusula de buen samaritano» como la que sí está prevista en los EEUU. De esta forma, en lugar de premiar con una exención de responsabilidades a los que limpian su parcela de internet, en la UE, se les castiga considerándolos intermediarios activos y no medios tecnológicos neutrales retirándoles la inmunidad.
Este tipo de resultados contradictorios fruto de una lectura pobre de la realidad que se pretende regular y, probablemente, también de un error de cálculo estratégico son una constante en toda la directiva y en su aplicación a lo largo de los años. En informe tras informe de distintas instituciones europeas, la realidad arroja agua fría sobre las expectativas del mercado único digital europeo. Trabajos jurídicos más recientes critican cada aspecto de la norma, desde haber incorporado una clasificación cerrada de qué se deba considerar un servicio digital —que ya prácticamente había quedado obsoleta en el momento de aprobarse la norma—, hasta la diferenciación artificial y poco operativa entre intermediarios pasivos o activos. En franca contradicción, también informe tras informe, se ensalza a la directiva como piedra fundacional de la economía digital europea. Sin embargo, en esa supuesta economía de plataforma europea tan vibrante, ¿dónde están las plataformas digitales propias como las que hay en China o los EEUU?
La efusividad con la que las grandes tecnológicas globalizadas celebran una reforma así se entiende como defensa de un estatus jurídico privilegiado que prácticamente las hace intocables. En lugar de un marco legal que permita reaccionar con leyes ante prioridades siempre cambiantes e imprevistas, especialmente en lo tecnológico, esos principios inmutables de la directiva que se pisan el uno al otro han supuesto un bloqueo permanente a toda iniciativa de rango inferior.
La situación hoy es que, mientras que los tribunales europeos admiten, por ejemplo, que el derecho a la vivienda justifica que los distintos países o ciudades regulen los alquileres turísticos de forma restrictiva, no hay luego manera de que esas normas se apliquen cuando los intermediarios son grandes empresas tecnológicas. Lo impide el régimen de irresponsabilidad decretado para ellas en la directiva de comercio electrónico o la prohibición de obligaciones generales de monitorizar a los ilegales que se cuelan en las plataformas. Algo tan sencillo como esperar que estas entreguen datos periódicamente o que publiquen en sus webs el número de licencia del proveedor del servicio queda así descartado. Las autoridades locales tienen que dedicar recursos a detectar a los ilegales de las plataformas y solo pueden exigir que se retiren caso por caso.
Tras muchas deliberaciones, informes y expectativas, la nueva DSA llega con más de lo mismo. Ahí están otra vez la exención de responsabilidad del operador digital, la prohibición de obligaciones generales de monitorizar o el sistema de aviso y eliminación de la vieja directiva. Desafortunadamente, la legislación europea está a punto de encajar el mismo gol que hace veinte años. Por muy forzada que hoy resulte, esa identificación fundamentalista de todo lo que pasa en Internet con la libertad de expresión continúa siendo una jugada ganadora. En lugar de desarrollar un régimen en positivo de responsabilidad para categorías de intermediarios que hace dos décadas el legislador no podía predecir —negocios como Amazon o Uber que ponen en contacto a usuarios con otros negocios para contratar a distancia todo tipo de compraventas o prestaciones de servicios— lo que se hace es introducir una excepción para esos mercados digitales a la exención general de responsabilidad.
El documento de la BEUC —la organización que aglutina a las principales asociaciones europeas de defensa de los consumidores— advierte de lo retorcido y poco operativo de este planteamiento. Como ya pasó con la directiva, la DSA no se atreve a armonizar en todo el territorio las condiciones para hacer responsables a los intermediarios digitales, sino solo las condiciones para aplicarles una exención de responsabilidades. Viejos tabús bien financiados por los lobbies impiden a la UE innovar como había anunciado.
El resultado es otro complicado requiebro legislativo a la europea que las corporaciones acabarán sin duda consiguiendo que los tribunales interpreten a su conveniencia. Al ser apropiadas específicamente para el contenido o la información, las provisiones principales de la futura ley de servicios digitales tienen una excepción nada menos que para toda la economía de servicios. Tal y como están las cosa y en aras de la claridad, la nueva norma haría bien en llamarse DCA —ley de contenidos digitales— y aplicarse exclusivamente a operadores que efectivamente tengan que ver con la libertad de expresión —como redes sociales, buscadores…— y excluir a los que no —como mercados digitales—derogando la directiva de comercio electrónico para evitar que escapen así del alcance de las normas sectoriales del lugar donde se ofrece el servicio con todos los problemas que esto provoca.
Con respecto a esto último, el lobby tecnológico también se felicita a sí mismo y a la Comisión por mantener el principio de país de origen que permite a las empresas practicar el fórum shopping o establecerse en jurisdicciones laxas como Irlanda para esquivar las regulaciones más estrictas. Esta no es una preocupación prioritaria para muchas de las decenas de miles de PYMES europeas representadas por la organización. Más interesados están, sin embargo, sus grandes socios corporativos que vienen de fuera del continente y pueden elegir el país en el que les conviene establecerse.
Para acabar de rematar el diseño con una incongruencia, ese estatus jurídico de la DSA que convierte a las tecnológicas en intocables viene acompañado esta vez de la DMA, la Ley de Mercados Digitales, una serie de medidas antimonopolio en forma de un decálogo de obligaciones y prohibiciones para las plataformas más grandes. Son los gatekeepers en el lenguaje de la comisión, aquellos «aduaneros» capaces de decidir desde su posición de dominio qué usuarios o empresas europeas y en qué términos acceden a los negocios de cada sector digitalizado o al discurso público. Los comisarios europeos no tienen que ir muy lejos a buscarlos ya que los tienen al otro lado de la mesa como interlocutores privilegiados reunidos en grupos de presión como Digital Europe felicitándoles y felicitándose por una legislación europea casi a la carta.
Si bien la web de Digital Europe alardea de representar a decenas de miles de PYMES europeas, los verdaderamente visibles son sus 85 miembros corporativos entre los que se encuentran Google o Facebook y una desproporcionada mayoría de gigantes americanos o japoneses. Seguramente, su dominación del tecnológico en el continente no preocuparía tanto a las propias instituciones de la UE si antes la tendencia a la concentración no se fomentase con un trato de alfombra roja a esos mismos operadores dominantes. A nadie debería extrañar que con los preliminares habituales se acabe siempre confeccionando un marco legal a medida para ellos. La agenda de reuniones para la DSA está siendo un ejemplo más de esta tradición, al menos hasta donde se conoce —ya que muchas veces los comisarios, parlamentarios y consejeros europeos no cumplen con sus obligaciones de transparencia—. Una a una o como parte de algún grupo de presión, las grandes tecnológicas han estado desfilando —con Google a la cabeza— por los despachos de Bruselas como publicaba en noviembre del año pasado un observatorio afincado allí.
De esta forma, desde Bruselas, se perfila una Europa digital del futuro otra vez sin los europeos o con estos en una posición subordinada a las big tech extranjeras. A sus intereses quedarán supeditados los de los consumidores del continente si la DSA se aprueba con la redacción actual tal y como advierten las asociaciones que los defienden. Y lo mismo pasará en su faceta de ciudadanos; las recomendaciones de 22 ciudades europeas pidiendo herramientas legales para poner orden en el fenómeno Airbnb tampoco se estarían teniendo en cuenta como cabría esperar, como se explicará en otro lugar.