¿Han jugado las grandes compañías digitales norteamericanas con ventaja gracias a la legislación tecnológica de la UE? A este respecto, el caso de Airbnb resulta especialmente revelador.
En los EEUU, todo ayuntamiento que tenga previsto aprobar una regulación que pueda perjudicar Airbnb se está jugando una demanda de la compañía. Su equipo legal tiene contratados a 120 abogados a tiempo completo en todo el país. El presupuesto para pleitos que maneja fue de 60 millones de dólares en 2018, según publicaba Bloomberg justo antes de que la pandemia acaparase toda la información. En el mismo artículo, un gráfico interactivo mostraba la creciente litigiosidad de la empresa. Localizados en líneas del tiempo con puntos rojos, llama la atención el amontonamiento de procesos abiertos en los últimos dos años.
En paralelo a ese gasto legal disparándose, otro departamento político ha ido creciendo de los 15 a los 200 componentes desde que en 2015 Airbnb puso a dirigirlo a su agresivo y algo siniestro spin doctor, Chris Lehane. Dotado con un presupuesto anual que se acerca a los 100 millones, ese equipo de marketing separado está plenamente enfocado a campañas políticas. Durante años, allí se ha ido perfeccionando una estrategia que se apoya en un relato y se coordina con ese otro equipo legal ya mencionado. La narrativa que se ha creado es una versión adaptada del excepcionalismo americano —la idea de una nación indispensable cuyas guerras por el mundo están justificadas—. En este caso, lo excepcional sería una compañía que ha nacido con una misión. Solo ella representa al único turismo saludable que reparte beneficios a la ciudadanía y, por lo tanto, no está llamada a cumplir regulaciones, sino a cambiarlas. Allí a dónde va, actúa como una socia de gobierno del regulador de igual a igual. Si este no entra en razones, se le demanda apelando a las protecciones legales excepcionales del sector tecnológico.
En casi todas las ocasiones, esas demandas se fundamentaron en la vulneración de una antigua ley aprobada en los inicios de internet: la sección 230 de la CDA, la Ley de Decencia de las Comunicaciones en Línea, una vieja conocida en este blog. De esos pleitos contra las normativas de 11 grandes ciudades norteamericanas, los tribunales han desestimado la mayoría obligando varias veces a la compañía a transaccionar. El artículo de Bloomberg ponía como ejemplo el caso de Santa Mónica. Apoyándose en la CDA, Airbnb había intentado oponerse a una ordenanza que le obligaba con multas a retirar los alquileres ilegales. Los jueces fallaron a favor del ayuntamiento argumentando que eximir a las tecnológicas de cumplir las regulaciones locales convertiría a Internet en una «tierra de nadie sin ley».
En la UE, la actividad de la compañía también es frenética en lo legal y lo político apoyándose en una estrategia y relato similares. Sin embargo, a pesar de que faltan datos acerca del tamaño de los departamentos y presupuestos implicados, se podría afirmar que la situación aquí es muy diferente y, curiosamente, más favorable a la multinacional americana. Es muy probable que su guerra perpetua con los ayuntamientos o gobiernos le esté saliendo mucho más barata en Europa que en su propio país.
Los operadores digitales están protegidos en la UE por otra ley espejo de las norteamericanas aprobada en los primeros años de la red. La Directiva de Comercio Electrónico y su futura sucesora la Ley de Servicios Digitales también son el tema de una serie de artículos de este blog. Aquella directiva fue aprobada a toda prisa en el año 2000 importando varios principios de la legislación tecnológica estadounidense. Como pasa en la CDA, los operadores digitales no son responsables de lo que publican sus usuarios. En Europa, esta exención de responsabilidades se fusiona además con un sistema de «aviso y eliminación», también americano de importación, inspirado en otra ley que protege a los derechos de autor en la red.
De esta forma, los obligados a monitorizar las plataformas buscando ilegalidades no son las empresas propietarias sino las autoridades europeas con cargo a sus presupuestos. El prestador de servicios de intermediación «estará obligado a suprimir los anuncios, o vedar el acceso a ellos, que incumplan una obligación legal cuando la administración competente haya declarado dicho incumplimiento y lo comunique», «pero no puede trasladar a éste la obligación de vigilancia que le compete» sentenciaba este año el Tribunal Supremo en España. Esgrimiendo la Directiva de Comercio Electrónico contra la ley catalana de apartamentos turísticos, el proceso lo había iniciado Homeaway, la principal rival norteamericana de Airbnb en Europa, pero socia en Bruselas para asuntos de regulación.
Cuando hace unos años algunos gobiernos nacionales o locales europeos empezaron a tener que ocuparse del fenómeno de la llamada economía colaborativa, había serias dudas de que las protecciones de aquella directiva se aplicasen a operadores como Airbnb o Homeaway. Su papel activo en aspectos como la gestión de cobros o la atención al cliente excede de forma evidente el de alojar de forma pasiva información que, en principio, parecía requerir la norma. En ella se habla en todo momento de «hosting» o alojamiento en servidores, algo que no describe el verdadero control que Airbnb tiene sobre la relación entre sus anfitriones y huéspedes, los proveedores y consumidores del servicio turístico que se ofrece en la plataforma.
Inicialmente, Airbnb intentó combatir desde abajo las nuevas regulaciones que le perjudicaban. En ciudades como Barcelona organizó manifestaciones para cambiarlas, aunque siempre tuvo al verdadero tejido vecinal enfrente y pronto a un ayuntamiento abiertamente hostil recién elegido. La compañía se fue entonces con su estrategia ofensiva/defensiva a Bruselas donde sí que le hicieron el caso que buscaba. El largo e intenso idilio europeo entre Airbnb y la Comisión se ha contado en otro artículo. Lo que interesa aquí es que se ganó rápidamente al ejecutivo europeo con un equipo y un presupuesto discretos —tan solo tres lobistas en un primer momento—. De ahí salió una interpretación fundamentalista de las protecciones de la legislación tecnológica en forma de informes y recomendaciones al resto de instituciones siempre favorables a Airbnb y compañía. La Agenda Europea para la Economía Colaborativa de 2016 incorporaba casi al pie de la letra la visión de las grandes corporaciones.
Esta interpretación de la Comisión está teniendo efectos paradójicos realmente chocantes. En la UE, las compañías americanas están más protegidas que en su propio país por leyes tecnológicas que fueron importadas desde allí. Al mismo tiempo, los reguladores de los niveles local o nacional dentro de la UE pueden aprobar legislaciones turísticas o sectoriales restrictivas, pero no son capaces de obligar a aplicarlas a unas empresas digitales que la legislación de lo tecnológico coloca fuera de su alcance.
Al final, todo esto les ha supuesto una ventaja efectiva frente a las PYMES europeas que no pueden ni soñar con esa atención preferente que ha tenido Airbnb en Bruselas. En su lugar, se han visto obligadas a jugar con principios jurídicos ajenos e interpretaciones que los americanos ya han ensayado en su país. En Barcelona, por ejemplo, la principal asociación de empresas de apartamentos turísticos se opuso a las normativas restrictivas con su actividad apelando a la Directiva de Servicios, una vía que con el tiempo ha resultado un camino sin salida. Mejores resultados está cosechando Airbnb con las protecciones del tecnológico. Como hemos visto, acudiendo a la Directiva de Comercio Electrónico ha conseguido extender a los mercados digitales lo que parecía inicialmente indicado solo para plataformas de contenido. La extraña identificación a la americana de todo lo que pasa en Internet con la libertad de expresión ha jugado un papel contagiando a las instituciones europeas. La red como territorio de la primera enmienda —o la mentalidad de frontera electrónica de la que se hablaba en otro artículo— y sus promesas incumplidas de un El Dorado al margen de la ley que se iría alzando por sí solo con la implantación de las nuevas tecnologías pusieron las bases de la digitalización desregulada como principio provocando un vacío de poder que aprovechan un puñado de adelantadas que siempre parecen jugar en casa.
Incluso hoy, esas instituciones siguen obstinadas en ceder la delantera a corporaciones como Airbnb. En la propuesta de reforma de la Directiva de Comercio Electrónico que la comisión publicó en diciembre, se incentiva que las plataformas retiren de forma voluntaria el contenido ilegal. Precisamente, esta forma de legislar mediante las llamadas cláusulas de «buen samaritano» —que la CDA ya incorporaba en su sección 230— está siendo superada por los tribunales americanos como el de Santa Mónica. Allí han empezado a interpretar que mantener la plataforma limpia de ilegalidades no puede ser una opción voluntaria, sino una condición para estar protegido por lo que los terceros publiquen. La Comisión en esto se mantiene de nuevo un paso por detrás.
Todo esto apuntaría a una ventaja favorecida durante 25 años por las leyes del tecnológico de la UE beneficiando a empresas como Airbnb frente a las PYMES o incluso las instituciones europeas. Si se piensa, es justo lo que se podría esperar cuando las más altas instituciones compran el discurso de corporaciones que se presentan como misiones indispensables y no como negocios.
Luego, revertir esa yanquifilia de las leyes del tecnológico en la UE no va a ser fácil. Por un lado, muchas empresas europeas ya se han acostumbrado a su posición subalterna y necesitan a las grandes tecnológicas norteamericanas, de modo que romper con la inercia les causaría perjuicios a corto plazo. Pero eso no es todo; para añadir desatino a la situación, la administración Biden han empezado a tachar los esfuerzos europeos por reformar dicha legislación de antiamericanos y proteccionistas sujetos a represalias. Esta línea de defensa de los intereses de sus empresas suena especialmente farisea en este momento. De lo poco en lo que se muestran de acuerdo republicanos y demócratas en tiempos de elevada polarización es en que ha llegado el momento de hacer algo con el excesivo poder de las big tech. Allí, entre investigaciones y pleitos a las GAFAM, se acaba de nombrar para el principal órgano de control de la competencia a Lina Khan, una activista muy crítica con esas compañías. Luego, ese mismo refuerzo de la competencia y el antimonopolio en su propia casa se caracteriza como antiamericano en la de los demás.