Desde hace meses, una teoría de la conspiración se propaga por la sociedad norteamericana y se va colando en la campaña electoral de aquel país. Si las elecciones de hace 4 años sirvieron para constatar el poder de las fake news —los bulos que circulan por las redes sociales— como herramientas de manipulación política, la misma lección postelectoral podría repetirse este noviembre referida a una conspiranoia.
QAnon es el nombre de una conspiración de conspiraciones con algo para todos los gustos. Gran parte de su atractivo se debe a que es capaz de retroalimentarse desde distintos ecosistemas de Internet surgidos alrededor de intereses compartidos. Estos grupos, a la vez que sirven de inspiración para las distintas obsesiones conspiranoicas, hacen de «madrigueras de conejo» para captar a nuevos seguidores. Cada día menos subterráneo, el movimiento se amplía constantemente nutriéndose de esos ambientes acientíficos que se reúnen en torno a la salud, el bienestar o el estilo de vida; de grupos antivacunas, a favor de las armas o supremacistas radicales; de los espacios pendientes del cotilleo y las celebridades…
Los seguidores de QAnon creen que, desde dentro del gobierno, un anónimo va dejando caer pistas en Internet de un plan para librar al país de una red de pederastia manejada en las sombras por las élites liberales —el equivalente aquí a «los progres»— que, entre otras maldades, se dedican a destilar la sangre de los niños para sintetizar una droga. Tras «el gran despertar» o la toma de conciencia mayoritaria de que existe esa trama, llegará «la tormenta», el día en el que los malos —con Obama, Hillary Clinton y Tom Hanks a la cabeza— acabarán detenidos en Guantánamo o, sencillamente, ejecutados en masa.
Una teoría de la conspiración no tiene que dejar de sonar descabellada ni tampoco ser verdad para desplegar sus efectos en la vida pública, influenciar legislaciones o tenerse en cuenta en la acción de gobierno o la policial. El periodista William Sommer especializado en QAnon recuerda en un podcast un precedente donde una teoría de la conspiración misógina y racista creó tal alarma social a principios del siglo XX que sirvió como excusa para introducir legislación especialmente regresiva.
Lo que pasó es que la aparición de las máquinas de escribir en las empresas facilitó que muchas mujeres encontraran trabajo cómo mecanógrafas. De repente, en los centros de las ciudades se empezó a ver a mujeres independientes que iban solas al trabajo y a divertirse al salir en heladerías o salones de baile en compañía de los hombres que ellas elegían, en ocasiones, de raza negra. Aquello era demasiado para ciertas mentalidades. Desde círculos religiosos surgió entonces la alarma de «la esclavitud blanca» que fue contagiándose con rapidez gracias a un libro superventas. Supuestamente, esas mujeres estaban siendo captadas para una red de tráfico de personas que las convertía en esclavas. Sucedía sobre todo en heladerías y en tiendas de fruta, normalmente regentadas por extranjeros. Aquel movimiento sostenido sobre una conspiración sin fundamento consiguió, sin embargo, que se aprobara una ley federal conocida como Mann Act que se utilizó para ajusticiar a los negros que se atrevían a cruzar la frontera más inaceptable en aquella época: la de salir con blancas. El campeón de boxeo Jack Johnson fue arrestado por haberse mostrado conduciendo en público con la que después sería su mujer y tuvo que refugiarse en Europa por un tiempo.
Hasta hace unas semanas, el perfil del seguidor de la conspiración QAnon era uniforme: republicanos blancos de la generación boomer con ideología ultraconservadora votantes de Trump. Para ellos, el presidente es una especie de figura mesiánica, el único con arrestos para enfrentarse a los pederastas ocultos en el estado profundo o entre las élites liberales. Trump, por su parte, deja caer ante la prensa o en Twitter guiños de complicidad con los seguidores del culto. La penetración de estos en el partido quedó clara durante las primarias que acabaron con varios miembros entre los cargos electos. En paralelo a esta normalización de la conspiración entre las filas republicanas, últimamente, la base de creyentes de QAnon se está ensanchando al incorporarse adolescentes y madres jóvenes, entre otros tipos de personalidad hasta ahora ajenos.
De la conspiración principal se ha desprendido una facción más presentable haciendo piña bajo el eslogan «salvar a los niños». En cierto modo, este grupo confronta al movimiento Black Lives Matter que, debido en parte a las coberturas mediáticas, está causando desasosiego entre mucha gente. Unirse a la condena del tráfico sexual infantil tan universalmente inapelable sirve para recuperar altura moral relativa con respecto a los que denuncian la violencia policial y el racismo. Proteger a los niños es todavía más importante y solo un monstruo no se preocuparía por su explotación sexual. Aquel que se muestre escéptico con esta causa superior queda retratado como alguien que se desentiende de los problemas de la infancia o, aún peor, como uno de ellos. La periodista Aída Chávez ha entrevistado a varias de las amigas del condado de mayoría republicana donde nació que han empezado a compartir contenidos conspiranoicos con las etiquetas #savethechildren #saveourchildren. Estas madres jóvenes no habían sido atraídas a la órbita de QAnon desde sus redes sociales, sino por sus padres que les habrían contagiado el miedo a que sus hijos acaben cayendo en esa red oculta.
También la conspiración ha empezado a circular entre los adolescentes vía Tik Tok o Instragram. En este caso, el gancho suele ser el cotilleo y el famoseo referido a celebridades que, supuestamente, forman parte de la cábala de pederastas que QAnon se está ocupando de desmantelar. Una de las derivadas de la conspiración denuncia que estrellas de Hollywood —que se han destacado como demócratas o progresistas— se dedican a cosechar la adrenalina de los niños para sintetizar adrenocromo, una droga que les rejuvenece. En las redes sociales hay cuentas que se dedican a especular acerca de si esta celebridad ha explotado a más niños que este otro famoso, como ha explicado en Wired la comentarista sobre tecnología de 17 años Sofia Barnett. Otro investigador, Marc André Argentino, llama «QAnon pastel» a una serie de influencers que se dedican a mauqillar de color de rosa esos mensajes extremos y violentos envolviéndolos con una estética supuestamente femenina.
Aunque estén sacadas de contexto, las denuncias de QAnon suelen tener algún fundamento real que luego se exagera con elementos esotéricos, se inflama con una ideología concreta y recibe un impulso político que, en última instancia, justifica la violencia. Un escándalo de corrupción de menores como el del financiero Jeffrey Epstein —a menudo mencionado en el movimiento «salvar a los niños» como prueba de que la conspiración existe— fue muy real, aunque tuviera poco que ver con progres satánicos. De hecho, los vuelos en el avión conocido como «Lolita Express» a una isla privada recuerdan más a las fiestas bunga bunga de Berlusconi o las que Trump, sin ir más lejos, daba en su mansión de florida a la que en los años noventa acudía el propio Epstein
Libres de paranoias, cuando estas tramas salen a la luz «son el ojo de la cerradura que permite observar una forma de reparto del poder injusta e ineficiente que opera en los EE. UU., con hombres blancos que peinan canas poniéndose de acuerdo entre sí en sillones de avión privado o a la mesa en comidas». Es así como se construyen los techos de cristal de las instituciones de élite, tal y como denunciaban las trabajadoras del MIT a las que ser testigos de lo que allí pasaba con Epstein y sus donaciones ayudó a descubrir que «es el ambiente el que les excluye con sus guiños a la pornografía y su tendencia a ver a las mujeres jóvenes como objetos de deseo».
Curiosamente, toda esa obsesión por la sangre de los jóvenes podría tener también su origen en sucesos reales. La statup californiana Ambrosia propone programas de rejuvenecimiento a partir de transfusiones de sangre de gente de menor edad que el que la recibe. Presuntamente, uno de los interesados en el tratamiento fue Peter Thiel, el amigo tecnológico de Trump, uno de los pocos varones de Silicon Valley que hizo aportaciones millonarias a la anterior campaña del presidente. Su discurso proponiendo propagar la ideología conservadora por el ambiente tecnológico arrancó los mayores aplausos en la convención republicana antes de las pasadas elecciones. Todas esas historias de la cosecha de adrenalina de los niños podrían estar en parte inspiradas en alguien que los republicanos han aclamado en ocasiones como el Soros de la derecha.
El equipo de Thiel intentó después limpiar esa mancha en la reputación del financiero, pero ahí están sus entrevistas declarándose muy interesado por la «parabiosis», una corriente transhumanista para la extensión de la vida a base de suero de jóvenes y, también, algunos emails que apuntan a contactos entre su médico y la empresa de las transfusiones. Cuando la paranoia se adueña del ambiente, detalles como esos ya no importan; como tampoco lo hace el vídeo en el que Epstein compadrea con el presidente entre bailes rodeado de chicas en plan Playboy. La mentalidad conspiranoica se blinda ante todo dato, documento o prueba. Ese es su poder político y su peligro.
QAnon y las otras teorías de la conspiración que va absorbiendo a su paso —plandemia, 5G, Soros, Bill Gates…— representan un descenso de la sociedad hacia lo totalitario. Cuando la hegemonía se siente amenazada en medio de dislocaciones económicas, políticas y sociales, la impotencia engendra rabia, la rabia encuentra chivos expiatorios y la realidad apenas puede ser procesada. Fantasías defensivas aparecen entonces para rellenar ese hueco en lo real. En esta deriva, la conspiranoia tiene una función: promover el irracionalismo. El periodista Paul Mason lo explicaba en un artículo titulado La teoría de la conspiración QAnon es absurda, pero peligrosa acudiendo a las palabras de la filósofa alemana Hannah Arendt:
«Arendt entendió que el propósito de las teorías de la conspiración era hacer que las personas fueran cómplices a sabiendas del irracionalismo: aislarlas de los hechos, el análisis y la razón, y crear un mundo cerrado en el que todo tenga sentido. En el ‘mundo hecho de mentiras’ creado por la propaganda nazi, escribió, ‘a través de la pura imaginación, las masas desarraigadas pueden sentirse como en casa y se libran de los choques interminables que la vida real y las experiencias reales provocan a los seres humanos y sus expectativas’».
La alarma por las posibles consecuencias políticas de QAnon aumenta conforme se acercan las elecciones norteamericanas. Hoy hay algo que preocupa aún más que el manejo electoralista de bulos o conspiraciones para afectar al resultado. Esta vez, el recuento se prevé largo y polémico y Trump ya ha sugerido que el traspaso de poderes no tiene que ser necesariamente pacífico si no le gusta lo que se ha votado. En estas circunstancias, los pasajes guerracivilistas de esa conspiración, como «la tormenta», que circulan por las redes desde hace tiempo resultan especialmente preocupantes. «Existe la posibilidad de que mucha gente salga a las calles y termine siendo un período violento», les decía Mark Zuckerber a sus empleados a pocos meses de ir a las urnas durante una de sus audiencias semanales con ellos.
Los grupos privados de temática QAnon son un peligro latente para Facebook. En el vacío de poder tras las votaciones, una apacible reunión de gente con armas y la cabeza repleta de historias acerca de redes pedófilas de sus rivales políticos convocada vía uno de esos grupos podría torcerse con facilidad salpicando a la compañía. Las políticas que esta ha empezado a aplicar distinguen entre una teoría de la conspiración que incita a la violencia y una organización que la practica; por eso, se eliminan grupos donde se podría llegar a organizar acciones violentas, pero se permite la circulación de entradas, vídeos o cualquier otro tipo de contenido conspiranoico.
En agosto de 2020, se anunció una primera purga de 790 grupos asociados a QAnon que se limitaba a aquellos en los que se estaba hablando de violencia. En octubre, Facebook endureció su ofensiva y revisó de nuevo sus políticas acerca de lo que considera grupos potencialmente peligrosos. Algunos analistas que estudian el fenómeno confirmaban que, esta vez sí, la red social estaría haciendo un verdadero esfuerzo de detección y eliminación masiva con resultados visibles. Las medidas empezaron a aplicarse a todos los grupos dedicados a diseminar los contenidos de QAnon independientemente de que se encontrasen o no organizando actos violentos. La compañía advirtió que no va a ser tarea fácil y que necesitará semanas y una vigilancia permanente. Especialmente complicado será separar los contenidos conspiranoicos infiltrados en movimientos reales como Save the Children mediante el secuestro de etiquetas o hastags que los fanáticos han empezado a usar para perseguir fantasías en lugar de combatir un problema real. Activistas que llevan años luchando contra el tráfico infantil se han quejado de que QAnon les ha hecho todavía mas difícil su trabajo.
Al mismo tiempo, se anunció que, después de las elecciones y durante un tiempo hasta que la situación se calme, no se admitirán anuncios políticos. Conforme estas se acercan, algo inquietante va tomando forma. Lo que sea que hayan observado los que gestionan la red social, queda claro que ya cuentan con que habrá un periodo de transición violento y que están haciendo lo posible para que no les salpique. Demasiado tarde, según dicen algunos investigadores que creen que se podría haber actuado antes preventivamente.
Estas medidas van dirigidas prioritariamente a evitar responsabilidades en el futuro afectando lo menos posible a las estadísticas de crecimiento y los beneficios por publicidad. La red social no puede prescindir de un tipo de contenido que divide e incendia y que, prácticamente, se ha convertido en su especialidad —ahora que el usuario parece estar menos interesado en subir vídeos de gatos o compartir lo que hace en cada momento—. QAnon es sencillamente una evolución hacia lo irracional de «supercompartidores» políticamente motivados. Este es el tipo de usuario que está detrás de los buenos datos de participación o audiencia que atraen a los anunciantes. El papel de las plataformas digitales en la deriva totalitaria actual ha sido y sigue siendo central, en particular, el de Facebook que se analiza con más detalle en otro artículo.
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