La internetización de la sociedad japonesa fue temprana y acelerada. Algunos de los gestos casi automáticos que hoy damos por sentado en la comunicación en línea —enviarse mensajes de texto con fruición, la afición por compartir autofotos o el uso de emojis — ya se habían adoptado allí a finales de los noventa entre las usuarias más precoces que fueron, sobre todo, las mujeres jóvenes.
Japón también exportó una de sus escenas digitales más oscuras que estaba fermentando desde principios de los dosmiles en los márgenes de Internet: la netto-uyoku o la «derecha en la red» que había aparecido en el foro anónimo 2channel, un espacio donde los veinteañeros pasaban el tiempo en línea y se desahogaban de sus frustraciones. En medio de una prolongada etapa de estancamiento, pérdida de hegemonía nacional y regresión socioeconómica, hacia 2002, una minoría de adolescentes dentro de ese portal se exaltaba a base de temas patrióticos y superioridad racial negando las atrocidades de los suyos en la guerra y culpando de todos los males a los políticos progresistas y los medios de comunicación dominantes.
Matt Alt, autor de Pura invención: cómo la cultura pop de Japón conquistó el mundo, contaba en un artículo reciente los orígenes de un reflejo norteamericano de ese fenómeno de la cibercultura juvenil japonesa con mucha influencia posterior. Lanzado en 2003 en los EE. UU., 4chan es un boletín online que se programó reciclando el código de uno de aquellos foros nipones pioneros. «Los primeros participantes de 4chan se reunían en torno a su afición por la fantasía japonesa; es decir, por los videojuegos, dibujos animados y pornografía. Pero, en los años posteriores a la fundación del sitio, sus usuarios anónimos volvieron sobre los pasos de sus predecesores en 2channel sin saberlo. Lo que había comenzado como una celebración intercultural se convirtió en homofobia, nacionalismo, antifeminismo y supremacía blanca. Para 2015, 4chan tenía su propia versión de la net-right de Japón, la alt-right, y su propio tipo de teoría de la conspiración, con la campaña de trols misóginos conocida como Gamergate. Esto fue seguido rápidamente por Pizzagate, en 2016, una oscura fantasía sacada del basurero».
En sus inicios, la derecha alternativa fue producto de la creatividad explosiva de adolescentes anónimos e intelectualmente inquietos reunidos en su rincón de Internet. Aquella tribu, más digital que urbana, se creó de forma colaborativa a partir de inclinaciones ideológicas y políticas que allí recibían el tratamiento de una subcultura pop. Venía con su jerga cargada de clichés de cosecha propia como el «chad», el macho alfa de derechas, que se opone al «virgen» o «mangina», un término que fusiona hombre y vagina aludiendo a una masculinidad debilitada por apoyar al feminismo. En lo estético, surgían tendencias como el fashwave, un estilo nostálgico con imágenes fascistas superpuestas sobre fondos retro-futuristas de inspiración ochentera. En un ambiente así, la conspiranoia y el bulo incendiario son material listo para viralizarse en soportes afilados como el último meme que compite en ingenio con el anterior.
Aquella energía trajo savia fresca que rejuvenecería al ala más a la derecha del partido republicano. Fenómenos como el Tea Party no tenían color al lado de una alt-rigth que miraba al conservadurismo tradicional por encima del hombro afirmando que había venido a sustituirlo. De forma inesperada, un fenómeno tan marginal daría el salto desde 4chan al centro de la política y la sociedad estadounidense, sobre todo, cuando el trumpismo se alineó oficialmente con él. Un millonario afín al futuro presidente de los EE. UU. apoyó con dinero al digital Breitbar News que le empezó a dar cobertura mediática al fenómeno. Su presidente ejecutivo, Stephen Bannon, elegido para liderar la campaña electoral de Trump, alardeaba unos meses antes de la victoria de su jefe en las elecciones de que la publicación que dirigía se había convertido en «la plataforma de la derecha alternativa».
Ese título, sin embargo, estaba más disputado de lo que Bannon daba a entender en sus entrevistas. En la ascensión de la alt-right a la categoría de movimiento político, las grandes plataformas digitales que distribuyen el contenido en línea—incluidos los artículos de los medios como Breitbart que dependen de ellas— han jugado un papel aún más central si cabe. De entre todas y aunque cada cual facilitó ese ascenso a su manera, probablemente, haya sido Facebook la que, en su día, se mereció ese título de «plataforma de la alt-rigth» —lo mismo que hoy se sigue mereciendo el de la plataforma del trumpismo y todavía será la plataforma de lo que lo sustituya en la extrema derecha sin un giro en su gerencia que cambie el rumbo—.
Si Twitter es el sitio al que acudir para labrarse una marca personal y Youtube actúa como un sistema de túneles que fanatiza, Facebook es donde está la acción cuando más se la necesita, como sucedió en los momentos decisivos para el auge de aquel movimiento político. Los memes racistas y los bulos incendiarios despachados para su consumo desde los viveros de la derecha alternativa se compartían luego discreta, pero frenéticamente en los círculos de confianza de la mayor de las redes sociales expandiéndose por amplios sectores de la sociedad norteamericana como ondas en un estanque. En Facebook se produjo un relevo generacional a la inversa al entrar en escena los boomers, miembros de la generación más numerosa de votantes. Los mayores se hicieron con el material y el espacio creado por los jóvenes. Los principales consumidores de la conspiranoia QAnon de la que se hablaba aquí en otro artículo, una especie de segunda temporada ampliada del Pizzagate nacido en 4chan, son hoy boomers votantes de Trump.
En los meses previos a las elecciones de 2016, los hilos y grupos privados de apoyo a Trump en Facebook producían clics hacia páginas ultras en volúmenes industriales. Lo rentable que esto puede llegar a ser lo descubriría un grupo de chavales en otra esquina del mundo durante el episodio macedonio de las fake news. Cientos de páginas difusoras de bulos sobre la política estadounidense fueron clonadas y controladas por ellos desde Veles, una ciudad azotada por el paro en Macedonia del Norte.
Todavía con peores expectativas de empleo y salario que los agitadores japoneses o estadounidenses que habían cambiado el porno y el manga por el suprematismo, los adolescentes europeos no estaban tanto políticamente motivados como rascando de Internet unas monedas con las que subsistir. De forma orgánica y a base de prueba y error, descubrieron que la mina de clics de la campaña electoral de los EE. UU. solo podía explotarse en uno de los dos bandos. Lo habían intentado también con los seguidores de Clinton y Bernie Sanders creando para ellos páginas y titulares igual de sensacionalistas, pero no entraban al trapo como los de Trump.
Una tendencia así no se le escapa a una plataforma que todo lo monitoriza. Lo demuestran las maniobras para ocultar aquel contenido que causaba sensación de puertas adentro, pero era una amenaza para la imagen pública de Facebook. De eso precisamente se trató la polémica por el módulo de tendencias que se explica en otro artículo anterior desatada al descubrirse que Facebook había contratado a moderadores de contenido humanos que estaban eliminando, principalmente, entradas de usuarios y cuentas de ideología conservadora. Uno de ellos filtró a la prensa que la compañía mentía al afirmar que era un algoritmo el que elegía de forma automática la información que se mostraba en aquella sección en particular. Facebook, lejos de atajar, permitió y disimuló el desfile de noticias falsas y memes supremacistas en el que se había convertido la plataforma quitándolos de la vista en la pestaña de tendencias.
Ateniéndonos a los hechos, en los pasos que dio Facebook desde que la alt-right empezó a salir a la superficie en las plataformas generalistas como ella, se advierte una decisión premeditada y una hoja de ruta puesta efectivamente en práctica para acomodar a la extrema derecha de la manera más discreta posible. Puede que líderes máximos como Mark Zuckerberg y Sheryl Sandberg les pusieran malas caras en público a Trump y a los suyos, pero después de reunirse más o menos en secreto con ellos, se podía observar a la compañía haciendo la cucharita para crear un espacio confortable a todos esos seguidores políticamente motivados de la extrema derecha. Este proceso de adaptación necesitó que se tomasen decisiones de producto, se modificase el discurso público, se cambiasen las políticas aplicables o se incorporasen directivos de ideología conservadora.
Por su parte, los trabajadores de la compañía, en principio más inclinados al partido demócrata que la base de usuarios, también hicieron de tripas corazón y no les quedó otra que rendirse a la evidencia. En Facebook, como afirma un mantra de Zuckerberg, los datos ganan las discusiones y los que valen al final son las estadísticas de participación y de crecimiento o los ingresos por publicidad. Ante los suyos, Zuckerberg ha mostrado tener madera de líder y visión a largo plazo. Ha capeado temporales como el escándalo de Cambridge Analytica, las comparecencias en el parlamento por las fake news y las prácticas de monopolio, un conato de huelga de sus trabajadores o uno de boicot de grandes anunciantes sin que nada haya afectado sustantivamente a los datos que importan de verdad. Abstrayéndose de las consecuencias que ese contenido que polariza y crispa tenga en la sociedad real, la red social puede celebrar que, a pocos meses de las nuevas elecciones de 2020, está más fuerte que nunca.
La decisión de suprimir finalmente el módulo de tendencias fue el ejemplo de una concesión que afecta al diseño de producto. La red social hacía desaparecer así el único espacio donde los usuarios se enteraban de lo que los otros estaban viendo, eliminando lo más parecido a la portada de un periódico que había en la plataforma. A partir de ese momento, lo que quedan son hilos de noticias atomizados donde la información es servida por el algoritmo a medida para cada usuario. Así mismo, Zuckerberg anunció que se empezaría a primar a la mensajería y a los grupos privados frente a los hilos a los que cualquiera tiene acceso.
Derivando conversaciones a esos espacios más íntimos, se acepta que se acaben generando burbujas de filtro donde usuarios similares se retroalimentan los unos a los otros. Los grupos privados están resultando ser verdaderas escuelas de radicales y el algoritmo de recomendación con sugerencias para descubrir grupos afines una de las opciones más peligrosas de Facebook. Ya en 2016 se alertaba en un informe interno de la empresa que el 64% de los usuarios que se habían unido a un grupo extremista habían ido a parar allí debido a esas recomendaciones. «Nuestros algoritmos explotan la atracción de la mente humana hacia la división» decía otro aviso más reciente que la directiva prefirió archivar convencida de que cualquier cambio afectaría de forma desproporcionada a los conservadores reflejándose en las cifras de participación.
Estos cambios y decisiones en el producto han ido acompañados de las modulaciones oportunas en el discurso oficial de la compañía. En 2019, Zuckerberg publicó otro de los manifiestos que suelen dejar leer entre líneas los alarmantes impulsos reaccionarios del dueño de la red social. Esta vez, se anunciaba un giro hacia la privacidad entendida de una manera peculiar con poco que ver con la vigilancia a la que las plataformas someten a sus usuarios. La de Zuckerberg es una noción de privacidad reducida a intimidad; es decir, a garantizar espacios donde el contenido se comparte con unas pocas personas. Responde a un giro en el uso de las redes con menos peso para las entradas que se publican en abierto y quedan expuestas para siempre y más importancia de lo efímero y de la mensajería entre grupos reducidos de contactos elegidos.
En el fondo se trata de una privacidad entendida como un guiño a la clandestinidad. Lo que pasa en Facebook se queda en Facebook es una invitación cómplice a relacionarse en esos espacios protegidos que, casualmente, resultaban ser los más adecuados para el tipo de contenido que los indicadores de tendencia detectaban al alza. Por puro hartazgo o en parte también desmotivada por los escándalos de privacidad protagonizados por la compañía, la gente estaba dejando de compartir en abierto sus vacaciones, las fotos del bebé o las de las mascotas. Por el contrario, los circuitos íntimos más apropiados para los reenvíos de alto voltaje político con datos de filiación dudosa se anunciaban como el futuro de la red.
Por su parte, las políticas internas de la compañía como las referidas a la moderación de contenidos han pasado por actualizaciones sucesivas que las han dejado en un cuerpo de normas confusas y reactivas. El contenido nocivo solo se elimina cuando es denunciado por los usuarios y todo el mundo ha tenido tiempo de consumirlo. Los encargados de revisarlo son una fuerza de trabajo generalmente mal pagada de contratistas terceros. Se sospecha que la compañía se salta sistemáticamente sus propias normas en esta materia por presiones desde fuera y también desde dentro, como se ha visto en otro de los episodios recientes en la evolución de la red social comentado en un artículo anterior: el de la sección de noticias. Las tornas han cambiado y los empleados ya no filtran a la prensa que se esté silenciando a las opiniones conservadoras, sino favoreciéndolas.
En cuanto a fichajes de personal, en esos artículos anteriores se mencionaba también el de Joel Kaplan recuperado de la administración Bush hijo e incorporado a Facebook para tranquilidad de usuarios y políticos conservadores que desconfían de las llamadas «élites liberales» de Silicon Valley. Suyas fueron las decisiones de ignorar las alarmas de polarización del algoritmo de recomendación de grupos o la de bloquear Common Ground, una nueva función para «minimizar el contenido tóxico y favorecer una discusión civilizada». Se sospecha que este vicepresidente de políticas públicas globales es, además, el que ha intercedido a favor de un polémico comentarista ultra. La compañía ha establecido una especie de sistema por puntos que avisa a los medios de que pueden ser sancionados. Esos avisos están desapareciendo misteriosamente de los registros por presiones externas de los anunciantes e internas de ejecutivos como Kaplan.