Facebook pone su beneficio por encima del interés público, dice la informante Frances Haugen. Si con un titular así el periódico británico The Guardian pretendía denunciar un comportamiento escandaloso, lo que consiguió en su lugar fue sencillamente enunciar —de una forma algo cínica, pero bastante certera— una prerrogativa propia del ánimo de lucro, un rasgo universalmente aceptado en la empresa privada. Sucedía al día siguiente de que una extrabajadora de la red social que llevaba semanas aireando papeles comprometedores diese la cara en televisión. De ella se ha destacado la valentía, pero también, en algún caso, la ingenuidad en sus planteamientos.
Estos quedarían expuestos pocos días después ante el Senado de los EEUU. Durante una comparecencia, se supo que la denunciante no quiere que le pase nada malo a sus antiguos compañeros o jefes. Su objetivo, por el contrario, es salvar a Facebook de si misma. «Trocearla» —como vienen pidiendo los que quieren reavivar la legislación antimonopolios— no está entre sus propuestas. Sí que se aboga por excluir a la compañía del principio general de irresponsabilidad del operador digital. Para ello, habría que cambiar las viejas leyes de internet retirándoles a todos aquellos que sirven la información mediada por algoritmos la presunción de neutralidad y la inmunidad que la acompaña. Por último, también habría que crear un nuevo regulador que se ocupe de vigilar los algoritmos, la privacidad y otros derechos de los usuarios de la red.
Acerca de qué se puede hacer con los gigantes descontrolados de internet, cualquier receta con soluciones consistirá básicamente en equilibrar la proporción entre dos ingredientes esenciales: más o menos ley o competencia. Cuando se trata de los grandes operadores digitales, esto significa tomar necesariamente partido en si se pretende o no modificar el régimen de responsabilidades excepcional del que disfrutan y si se plantean o no formas de intervenir en el mercado para crear competencia en un espacio dominado por uno o unos pocos de ellos. Atendiendo a estos aspectos, el programa de la denunciante de Facebook —que receta sí a lo primero y no a lo segundo— podría definirse como una propuesta de monopolio regulado.
Análisis más críticos con la excesiva concentración corporativa y sus consecuencias salieron inmediatamente al paso recordando que a los monopolios no se les puede regular tan fácilmente. Desde su influente newsletter, Matt Stoller fue uno de los que han elogiado el coraje de la informante criticando a la vez la ingenuidad de cualquier solución que no pase por «actuar sobre la estructura del mercado». Cuando este se encuentra tan concentrado como en el caso de la red social, la captura del regulador está servida.
Lo cierto es que ya existe un órgano como el que planteaba Frances Haugen en su comparecencia ante el Senado y que siempre ha estado ahí como un vigilante dormido. Con autoridad en materia de privacidad y competencia, la Comisión Federal de Comercio se ha mostrado pasiva durante décadas y cada vez más prisionera de los intereses de las corporaciones de internet conforme estas han ido creciendo.
Duplicar instituciones con competencias que se pisan las unas a las otras no parece una buena idea y menos todavía hacerlo justo cuando la CFC acaba de ser reforzada. El personal de reciente incorporación forma parte de los llamados Nuevos Brandeis, un grupo de juristas y economistas que se proponen devolverle al derecho de la competencia la autoridad perdida que tenía en los tiempos del juez de la Corte suprema Louis Brandeis. Entonces se actuaba para combatir el poder excesivo de grandes conglomerados industriales, algo que hace décadas se dejó de hacer.
Tal y como se lo imagina Frances Haugen, formado por miembros seleccionados entre expertos de Silicon Valley, el nuevo regulador nacería ya capturado. Un Trump de vuelta o su equivalente solo tendría que nombrar a alguien afín para el cargo y despachar casi directamente con Zuckeberg explotando las afinidades entre el dueño del monopolio y el partido de turno. Cuando, en lugar de un solo dueño, existe una pluralidad de interlocutores con intereses cruzados, esta capacidad de injerencia de la política en los medios se mitiga.
Para defensores de un modelo de competencia regulada como Stoller, el monopolio y la estructura de mercado están situados corriente arriba de los datos, la desinformación o los problemas de privacidad. Justo después de las filtraciones, defendía en una de sus publicaciones que «la solución es esta: primero, necesitamos limitar la inmunidad de la Sección 230 como sugiere Haugen (o incluso más), lo que simplificaría el modelo de negocio. En segundo lugar, necesitamos trocear Facebook, así como las otras grandes firmas tecnológicas. En tercer lugar, debemos prohibir la publicidad basada en la vigilancia. El hogar institucional para hacer esto correctamente es la Comisión Federal de Comercio, que ya tiene autoridad legal, capacidad de investigación, edificios y personal.»
Básicamente lo que les gustaría ver a los partidarios de este modelo es a los mercados digitales pareciéndose más al de los fabricantes de coches, con muchos modelos y marcas sujetos por ley a estándares de seguridad mínimos de los que se les hace rendir cuentas. Pero, trasladada al caso de Facebook, esta visión no acaba de encajar. A un reencuentro de amigos del instituto, puede que cada uno aparezca con un modelo de coche diferente. Sin embargo, esa diversidad pierde el sentido al tratarse de redes sociales. Estas tienen más utilidad cuando todos pertenezcan a la misma. A nadie le interesa un Facebook si no encuentra allí a sus amigos.
En algunos trabajos publicados, la clave estaría en la interoperabilidad. Para autores como Cory Doctorow, habría que obligar a las grandes tecnológicas ya establecidas como Facebook a ofrecer puertas de acceso a sus competidores para operativas diversas. La primera internet se desarrolló a partir de protocolos en abierto que, de esta manera, se pretendería hacer que vuelvan.
Pero si el panorama de muchas marcas y modelos de redes sociales compitiendo como hacen los fabricantes de coches ya parecía una ilusión, es todavía más difícil imaginar a los gigantes actuales aceptando alegremente dictados legales para abrirse en armonía a los que aspiran a suplantarles. En esta visión, las grandes plataformas propiedad de los monopolios de internet acabarían actuando por la fuerza como infraestructuras digitales públicas y neutrales — aunque los defensores de esta competencia garantizada mediante una interoperabilidad forzada suelen evitar hablar en esos términos—.
Así sucede, por ejemplo, en un informe de febrero de 2021 titulado Privacidad sin monopolio donde se explicaban los cambios legales que serían necesarios. Casi todas las viejas leyes de internet necesitarían una puesta al día excepto una; la sección 230 que declara la inmunidad del operador digital no se toca.
Doctorow, coautor del informe por encargo de la EFF o Fundación de la Frontera Electrónica, hacía una ardiente defensa de la 230 en uno de sus hilos de Twitter. Según él, la prohibición de considerar a las plataformas digitales como editoras y la presunción legal de que se trata de medios tecnológicos neutrales es lo único que garantiza la verdadera libertad de expresión en la red. Sin estar exentas de responsabilidades, ninguna de ellas se atrevería a publicar denuncias como el #metoo o filtraciones críticas con el poder. Una argumentación algo extraña si se piensa que informantes ilustres como Assange, Snowden, Christopher Wylie o la misma Frances Haugen al primer sitio al que acudieron con la información obtenida fue, precisamente, a esa prensa que dedica tiempo y esfuerzos a una labor previa de edición y comprobación de hechos.
Aquellos que miran al mundo desde el otro lado de la frontera electrónica imaginan uno que sería bonito siempre que funcionase. La realidad no parece darles la razón. Esa concepción de una libertad de expresión a la americana protegida por una inmunidad como la que se propone mantener es precisamente la causante de la situación actual. Hoy sabemos que de ese marketplace irregulable de las ideas —la fuente de la libertad de expresión para ellos— no siempre acaban aflorando el conocimiento y la verdad. Por el contrario, en internet todo tiende a confluir en un mismo mercado de la atención financiado con publicidad. Más que la verdad, es la posverdad lo que allí sale a flote continuamente. En manos de hábiles líderes de influencia, nuevas formas de manufacturar la ignorancia usando el bulo y la conspiranoia consiguen seguimientos casi de culto. Las redes tendrían así «prejuicios en contra de los hechos» según palabras de la ganadora del Premio Novel de la Paz de 2021 que también afirma que «los algoritmos priorizan la diseminación de mentiras ligadas a la cólera y al odio sobre los hechos.»
Junto a una fe desproporcionada en las tecnologías de la información como solución para todo, el punto de partida de ese conjunto de mitologías bajo la idea de una frontera electrónica es una profunda desconfianza en el estado de derecho y las leyes. Regular cualquier cosa implica, siempre y automáticamente, ponerla en manos de políticos corruptos y de las empresas que les rondan. Esta visión fatalista del derecho suele manifestarse además en franca contradicción con un fuerte intervencionismo legal para mantener artificialmente abiertos unos mercados —ya no tan libres— con alarmante tendencia a concentrarse.
Con menos tabús que en el documento citado de la EFF, la cuestión de los monopolios se trata en el libro Break’em up —troceémoslos— de la jurista Zephyr Teachout cuya receta, a pesar del contundente título, suena especialmente equilibrada. Los monopolios privados desregulados, según esta autora, son un peligro para la democracia. Se interponen en su funcionamiento defraudando expectativas que la gente tiene puestas en ella. Llegados a ese punto, son los propios actores privados los que empiezan a regular. La alternativa para una libertad económica real necesita tres cosas: mercados abiertos competitivos que trabajan en consonancia con servicios públicos y una infraestructura neutral.
Surge así la cuestión de la neutralidad de esas infraestructuras en el ámbito digital —y de los servicios que se ofrecen a través de ellas—. En esto, la lógica de las regulaciones que se impusieron en su día tanto en los EEUU como en Europa es bastante curiosa. Dado que cierta neutralidad de las infraestructuras digitales es necesaria, en lugar de buscar formas de conseguirla efectivamente, lo que se decidió fue fingirla por ley. Cuesta pensar en una manifestación más extrema del «fake it till make it» —finge que lo tienes hasta que lo consigas—, el viejo eslogan del pensamiento positivo a lo Steve Jobs. En cualquier caso, al operador digital se le trata como neutral independientemente de lo que haga.
Así las cosas, Facebook puede decidir soberanamente si atiende o ignora los informes de esos departamentos internos que se dedican a investigar los puntos débiles de la empresa. De hecho, podría despedir a esos investigadores que desde dentro le buscan las cosquillas y actuar de forma más opaca —algo que sin lugar a dudas la red social está rectificando en este momento—. Si las cosas no son de otra manera, es porque así se decidió hace 25 años cuando se estableció el régimen de responsabilidades que se aplicaría a los operadores digitales.
Seguir aferrados a unas normas que llevan tiempo pidiendo remplazo no parece que tenga mucho sentido a estas alturas. Pero el asunto no se liquidará con aprobar nuevas leyes, también habrá que aplicarlas a la larga. Todo cambio de régimen necesita su transición, incluido el que afecta a la responsabilidad del operador digital. Revertir 25 años de decisiones de todo tipo y de jurisprudencia tendrá efectos económicos y sociales a corto plazo que deberán tenerse en cuenta. Y ese peligro del que algunos alertan de la utilización política de este proceso no es imaginario. Especialmente preocupante resultará en países con una justicia tan politizada como EEUU o España y otros tantos como ellos. En este momento, uno de los grandes problemas de las democracias es la creciente falta de medios y de separación en el poder judicial.
Tampoco se puede esperar que todo se solucione con apaños legales. Surge también una cuestión más de fondo que se tiende a eludir. ¿Hasta qué punto una infraestructura de titularidad privada con ánimo de lucro puede ofrecer el grado de neutralidad necesario para ciertos usos de las tecnologías? Lo mismo que se ha afirmado que no se pueden solucionar asuntos de desinformación o privacidad en la red sin ocuparse antes de la estructura de mercado —debido a que esta se encontraría arriba en la corriente de los problemas— otro tanto sucedería con la naturaleza de los datos, de las infraestructuras digitales y los servicios de la sociedad de la información respecto a los asuntos del mercado. Existen cuestiones democráticas y de ciudadanía previas que no se entienden desde un punto de vista exclusivamente mercantil.
En este asunto, uno de los automatismos típicos entre las mentalidades mercadocéntricas ha sido proponer como solución que se declaren los datos propiedad del usuario y no de la plataforma favoreciendo el libre comercio con ellos. Estos planteamientos son, por ejemplo, los favoritos de la UE con leyes que obligan a las empresas digitales a compartir información de sus usuarios con sus rivales. Sin embargo, puede que esto encierre una concepción pobre de la naturaleza compleja de los datos digitales.
Respecto a estos, efectivamente, hay una cuestión de privacidad que pertenece al usuario. Sin embargo, el rastro digital sucede mientras está alojado, por así decirlo, en la casa de alguien. El registro de los comportamientos fluye de la interacción con las plataformas que también tienen algo que decir. Pero todavía hay una dimensión en esta situación que no puede obviarse. Hace unos años se oía decir que el big data es el nuevo petróleo. En esta frase, se asimilaba a los datos con una materia prima mercantilizable, pero, inconscientemente, también se aludía con ella a otra idea. Resulta que los datos tienen además una dimensión colectiva. Si pensamos, por ejemplo, en los pasajeros de un sistema de metro en un momento dado, sus datos agregados y anónimos —sin estar asignados a la identidad de una persona en particular— se necesitan para mejorar el funcionamiento de la red. Las infraestructuras que hacen funcionar a la sociedad como conjunto usan datos a tiempo real. Las formas de titularidad y control sobre esas infraestructuras aparecen entonces como una cuestión fundamental.
La descentralización total es una de las familias de soluciones que están hoy sobre la mesa. A ella pertenecen enfoques como el cooperativismo de plataforma o blockchain. Los partidarios del primero afirman que las grandes corporaciones dueñas de plataformas como Faebook o Uber —donde el contenido o el trabajo lo aporta el usuario— son redundantes. La plataforma podría ser propiedad de los propios usuarios con un modelo de cooperativa actualizado a lo digital. Blockchain, por su parte, se basa en un registro incorruptible de datos en el que todos los participantes confían. Al estar protegido por formas digitales de burocracia criptográfica, se entiende que el sistema es plenamente fiable a cambio de hacerlo lento y costoso como contrapartida. Esto da pie a imaginar modelos de gobernanza distribuida —totalmente descentralizada— sin una autoridad única que se regulan de forma automática basándose en esa cadena de bloques, como contratos inteligentes y DAOs asociaciones descentralizadas. En lugar de propiedad de Zuckerberg, Facebook podría ser una de ellas controlada exclusivamente por normas que se ejecutan a sí mismas.
El problema con estos planteamientos es que sus promesas alucinantes se alargan mucho en el tiempo respecto de unos resultados que ya se hacen esperar demasiado. Esos universos paralelos a pleno rendimiento en las cabezas de sus defensores como Nathan Schnider o Vitálik Vuterin nunca llegan a tomar forma de verdad.
En realidad, esa dualidad entre centralidad y descentralidad podría ser un falso binario como afirma Zephyr Teachout. Los sectores plenamente operativos presentan habitualmente algo de las dos cosas a la vez. En su libro, al tratar el problema de los monopolios en la sanidad de su país, se aboga por una combinación de medidas centralizadoras y descentralizadoras. Respecto a los seguros, se propone renacionalizar las partes que hayan sido privatizadas garantizando el acceso a la ciudadanía. Pero el sector público sanitario trabaja mejor no enfrentándose a un monopolio farmacéutico, sino a un mercado competitivo de empresas con las que negociar.
Aplicada al tecnológico, puede que la receta de mercados abiertos, servicios públicos e infraestructuras neutrales suene disparatada hoy ante el grado de concentración en unas pocas corporaciones que aspiran a ocuparse de todo ellas mismas. Sin embargo, esto no fue siempre así. En sus orígenes, internet se creó gracias a una fuerte inversión pública a cuenta del presupuesto de defensa. Apelar a la seguridad nacional le ha permitido a los EEUU practicar una planificación industrial casi soviética sin tener que reconocerlo. La red de universidades tuvo un papel decisivo en aquellos primeros momentos trabajando con un enfoque distinto al de la búsqueda de beneficios. Una comunidad entusiasta de programadores o inventores aportaron de forma altruista avances, protocolos abiertos o software libre evitando que quedasen encerrados en la propiedad de una empresa.
Con un plan de inversiones públicas masivas de modernización en los EEUU, un concepto que parecía pasado de moda, infraestructura, ha vuelto con fuerza. El proveedor de infraestructura no ofrece al público directamente productos o servicios, sino que crea algo que sirve para que otras cosas funcionen. Muchas veces, su obras, por faraónicas que sean, se dan por sentadas y suelen pasar inadvertidas hasta que se rompen, como pasa, por ejemplo, con el suministro de agua. Tener electricidad no es el objetivo en sí mismo de nadie, sino un medio esencial para otros fines.
Analizando a algunos de los operadores digitales por volumen y actividad, surge la duda de si en realidad no se tratará de infraestructuras digitales con una utilidad pública. Facebook o Airbnb no ofrecen contenidos o alojamientos a sus clientes, sino una plataforma para facilitar la conectividad o los alquileres. Ellos se ocupan de poner los medios técnicos para la interconexión —centros de datos, aplicaciones, webs…— y son luego los usuarios los que hacen todo el trabajo. En cierto sentido, acaban actuando como protocolos compartidos, de aquellos que en la primera internet se mantenían en abierto para que no acabasen en los silos de la propiedad corporativa.
Por otra parte, igual que pasa con muchos servicios públicos, los de Facebook o Airbnb son percibidos como gratuitos. Y, además, no hace falta recurrir a los impopulares impuestos para financiarlos. En el mejor de los casos, se pagan por medio de comisiones disimuladas en las operaciones de terceros o, en el peor, atrayéndolo todo hacia ese gran embudo de los anuncios y la vigilancia que está convirtiendo a internet en una gran máquina de spam más o menos consentido. Estos grandes cuellos de botella digitales son después capaces de influir en el modelo de turismo o en la expresión del discurso o el debate colectivo. Los asuntos y las magnitudes que se manejan implican que haya cuestiones de utilidad pública en juego.
Las propias Facebook o Airbnb son las primeras que siempre se han esforzado por presentarse como utilidades públicas en lugar de empresas. Suelen hablar de sí mismas como de comunidades universales de conectividad en las que el ánimo de lucro sería algo secundario. Habrían llegado para «mejorar el mundo» como se les ha oído repetir hasta la saciedad reutilizando la frase que puso de moda Google en su salida a bolsa. Tanto Nick Clegg como Chris Lehane —estrategas en nómica de Facebook el primero y Airbnb el segundo— son políticos de profesión incorporados a esas empresas en cargos esenciales. Ellos son los que han reciclado el lenguaje de los servidores públicos para sus empresas utilizando un discurso más propio de la política. En esos relatos, utilidad pública no es una expresión frecuente, más bien es un tabú, pero a ella precisamente apuntan las dimensiones y funciones que sus empresas tienen asumidas o encomendadas, según se mire.
Aunque suelen ser costosas, la sociedad se beneficia ampliamente de tener a punto las infraestructuras que necesita. Por eso, muchas veces, no se confía del todo en el privado para construirlas y mantenerlas. Los estados se han dotado de medios para financiarlas y existen numerosas combinaciones entre lo público y privado para afrontar esas obras. Esto ha estado cambiando en el tecnológico.
El paso de unas infraestructuras físicas a otras virtuales experimentado en unos pocos años ha sido aparentemente suave. Esas infraestructuras digitales se han venido construyendo principalmente en dos países con modelos peculiares acerca de lo público: China y USA. El primero lo ha hecho con mucha inversión e intervención estatal, pero sin una visión democrática de lo público. EEUU ha preferido que sean corporaciones privadas desreguladas las que hayan desarrollado una infraestructura digital optimizada para generar ingresos y la hayan extendido a otros países de su órbita. En ellos, los costes a la larga de la sustitución digital entendida de esta forma han empezado a preocupar.
Así se explica en un artículo académico de finales de 2020 que se pregunta en el título ¿Qué es infraestructura digital pública? En él se afirma que lo mismo que los estados pagan las infraestructuras físicas deberían de ocuparse de las digitales. En lugar de depender de las corporaciones americanas para alojar el negocio, los países con una fuerte inversión pública deberían de gastar en infraestructuras digitales públicas cívicas. Estas podrían financiarse mediante un impuesto a los beneficios de esas compañías que han creado la necesidad grabando el modelo de negocio de anuncios por vigilancia.
Las infraestructuras que acaparan hoy la vida digital no han sido diseñadas con objetivos cívicos. Debemos aspirar a un set de herramientas que son intencionalmente infraestructuras públicas digitales diseñadas y gobernadas por valores de ciudadanía. Enfocarse hacia ellos no supone excluir los beneficios económicos, lo mismo que el hecho de que haya cafeterías y restaurantes no impide que sea conveniente construir parques. Las infraestructuras, como ya se ha visto, son muchas veces una mezcla de privado y público.
En cuanto a Facebook, el tamaño es bueno para los anunciantes, pero complica su gobernanza. No hay forma de que una empresa global de esas dimensiones se ordene a esos valores que se espera de ella. Su papel en la sociedad, sin embargo, la ha convertido en una infraestructura que es «pública por accidente». Es un error pretender que el mismo diseño, programación o normas de moderación rijan igual para todo, para todos y en el mundo entero. Espacios distintos como una red de apoyo vecinal en la India o un foro para la discusión política en los EEUU deberían de tener un tratamiento diferente.
Actualmente, vamos bien servidos de espacios digitales como las redes sociales o televisiones que potencian el drama para captar la atención, pero escasean los lugares de encuentro que sirvan para reconciliar visiones diferentes de los temas, llegar a acuerdos o encontrar soluciones a asuntos colectivos. El artículo apunta a una cuestión de diseño y a los objetivos o valores que han estado orientando las decisiones. En él se propone como solución una pluralidad de comunidades digitales descentralizadas y federadas cada una de ellas con sus objetivos y reglas: un grupo religioso, un foro deportivo, una biblioteca. Serían piezas de Lego diferentes capaces de engarzarse las unas con las otras a través de soluciones de software compatibles —como un navegador común o un gran agregador— que darían el control al usuario y le permitirían actuar allí donde tuviese las autorizaciones necesarias.
La interoperatividad que propone Doctorow en sus textos para la EFF reaparece en esta solución como arma competitiva. Esos nuevos entornos capaces de interactuar entre sí lo serán también con Facebook, aunque le pese. De este modo, podrán convencer de sus virtudes y ventajas frente a la red social igual que hizo Apple. En su día, esa compañía demostró la superioridad de sus productos haciéndolos compatibles con Windows, a pesar de los palos en las ruedas que su rival le fue poniendo por el camino. Luego, si esa orientación hacia valores cívicos de las distintas piezas de Lego —todos esos David autogestionados que derrotarán a los Goliats como Facebook—, se espera que surja de forma espontánea no queda del todo claro en este modelo.
Menos entusiastas con el mercado como polvo de hadas que todo lo arregla, análisis más cautelosos se preguntan si no será precisamente una visión reduccionista de la competencia y el sistema de precios como única forma imaginable de coordinación social la que habría conducido al modelo altamente «cartelizado» de Silicon Valley. Por todo su discurso acerca del cambio tecnológico disruptivo, las mentes rebeldes de los innovadores californianos no lo fueron tanto como para atreverse a salir a pensar fuera de esa caja. Al final, en el tecnológico, han sido grandes fondos de capital ocioso en busca de sectores rentables los que han marcado la pauta. Plegándose a ellos, los supuestos renovadores radicales consiguieron el efecto reaccionario de apuntalar el statu quo cuando ya daba señales de agotamiento. «En la imaginería del capitalismo occidental, ningún otro sector ocupa un lugar más preminente en el horizonte ni ofrece un campo tan prometedor para mitologías regenerativas.»
Puede que la guerra fría terminase hace ya años, pero muchas mentalidades permanecieron ancladas en el pasado. Buenas dosis de paranoia mcartiana aún siguen en el ambiente junto a esa visión maniquea de los herederos de la escuela austríaca de economía. El eterno binario al que conduce su marco de pensamiento, planificación central siempre mala-mercado siempre bueno, ha oscurecido un panorama mucho más rico que la tecnología podría haber potenciado de haber superado cierta miopía. En una publicación sobre las capacidades no utilizadas del big data, el analista al que también pertenece el entrecomillado anterior, Evgeny Morozov, describe un rico ecosistema aún por explorar esperando a que se superen ciertos complejos ideológicos.
Se necesita abrir la mente para buscar la forma de recuperar el control sobre la «infraestructura de retroalimentación» que el big data facilita y sacar el mejor partido de ella. Un sistema altamente capacitado gracias a su propio flujo de datos podría utilizarse, por ejemplo, como medio para la detección de problemas y la puesta en común de soluciones sin acudir a la reducción a una sola cifra del precio o sin una supervisión estatal casi infantil. Antes de que el formato fuese secuestrado por Facebook y las otras, los hackathones ponían en común aportaciones individuales hasta conseguir la mejor solución a un tema concreto. El texto anima a pensar en planteamientos similares a mayor escala.
Un conocido gigante de la distribución digital ya es capaz de adelantarse al cliente con mercancías que todavía no sabe que necesita. El «envío anticipatorio» es una patente registrada por Amazon. «Tal capacidad predictiva es una función, no del funcionamiento misterioso del sistema de precios, sino de los datos que tienen las plataformas.» Una forma diferente de financiar la IA al margen de Wall Street y los monopolios que alimenta podría dar un fuerte impulso a este tipo de capacidades. Con ello no se trataría de dar nuevos poderes para la burocracia centralizada, con los problemas que esto tendría asociados. «¿Para qué insistir en la planificación centralizada, cuando una alternativa más descentralizada, automatizada y libre de aparato se puede conseguir poniendo a trabajar a la infraestructura de datos?»
La fuerza emancipatoria de las tecnologías de la información radicaría en redescubrir y enriquecer el repertorio. El foco, según el texto de Morozov, debería de ponerse en preservar y expandir la ecología de los diferentes modos de coordinación social mientras se siguen documentando los altos costes de la competencia como único modo de descubrimiento. Esta misión es imposible sin recuperar el control sobre la «infraestructura de retroalimentación» que recoge y hace fluir los datos. Otras medidas regulatorias defensivas, por necesarias que sean para mitigar las consecuencias de los grandes monopolios de internet, tendrán obligatoriamente que ir acompañadas de una visión más amplia y constructiva de lo tecnológico. Sin ella, no merece la pena rasgarse las vestiduras cada vez que Facebook y compañía antepongan el beneficio al interés general —cuando lo están haciendo por definición—.
«Las discusiones las ganan los números» es una frase que Zuckerberg suele repetir a los suyos. Es tanto como reconocer que la cuenta de resultados es la que manda. Y este no es solo su caso, sino en el de la empresa privada en general donde lo público siempre se pone a la cola. Escandalizarse de algo natural es una pérdida de tiempo. Mientras tanto, en las sociedades de la información donde el papel de lo tecnológico es tan central, todo seguirá igual hasta que no se cambie el diseño y los valores de aquellos a los que accidentalmente se permite actuar como infraestructura digital pública.