carlosgarciaweb

7 Mar, 2021

El tándem Murdoch/Zuckerberg en la industria pesada de la desinformación

En Australia, la polarización lleva el sello de dos hombres que saben sacarle partido: Rupert Murdoch y Mark Zuckergerg. Los equilibrios de poder en este tándem podrían estar alimentando allí a un movimiento antimonopolios que las autoridades de la competencia del resto del mundo observan.

El nivel de azufre que se respira en la política australiana tiene poco que envidiar al de sus socios anglosajones. Como pasa entre británicos o estadounidenses, en medio de una polarización rampante, una facción del electorado también se inclina allí peligrosamente hacia un extremo posdemocrático. Esta radicalización que afecta actualmente a toda la sociedad tiene en parte el sello de dos hombres que saben sacarle partido: Rupert Murdoch y Mark Zuckerberg. Sus marcas dominan lo que podría llamarse la industria de la influencia —ya que lo que circula por los medios que dirigen no siempre puede decirse que sea información—.
 
Lo retorcido que es todo al nivel al que juegan esos dos pesos pesados de la influencia puede intuirse observando por un momento sus lazos con ese pionero del bulo en España que fue Aznar. Por intereses personales turbios, el expresidente del gobierno español se adhirió a la teoría de las armas de destrucción masiva promovida desde la Fox a partir de informes de agencias gubernamentales norteamericanas que el resto de la prensa cogía con pinzas. Este apoyo —al que se oponía la mayoría de su país— le fue muy rentable al salir del cargo cuando fue contratado por News Corp, una compañía hermana de la cadena de televisión también controlada por el magnate australiano de la prensa Rupert Murdoch. Ese sueldo lo compagina Aznar con el de presidente europeo para Sudamérica de un think tank norteamericano. El Atlantic Council fue curiosamente la organización elegida por Facebook en 2018 para combatir la manipulación electoral en la plataforma. En este terreno, la red social había demostrado ser un peligro público. Por un lado, se supo que era una mina de datos mal custodiados al alcance de algunos manipuladores, por otro, sus herramientas de segmentación para anunciantes permiten aislar audiencias vulnerables que son el blanco perfecto para falsedades políticamente motivadas.
 
Al Atlantic Council se le conoce por su afición a sonar la alarma de temibles bots rusos a sueldo de Putin buscando influir en la política de occidente. El verdadero meollo de lo que sucede en las redes con las elecciones le preocupa menos, por lo que se ve. En realidad, son contratistas privados como los británicos SCL Group los que venden a los partidos de medio mundo todo tipo de productos de manipulación electoral a elegir entre un catálogo que se les muestra en comidas en restaurantes caros de Londres y otras ciudades. Entre sus mejores clientes, el brexit o Trump se los quitan de las manos sin miramientos. 
 
Se podría decir que un bulo saca otro bulo y así todo queda en casa entre estos expertos en transformar la desinformación en control en nombre de la libertad de expresión. Aznar, como ya se sabe, le cogió gusto y, con el apoyo de los aspirantes a Murdoch en la prensa española afines al presidente, repitió con el 11M.
 
Tanto Facebook como las televisiones y periódicos del magnate australiano aparecen siempre implicadas en una serie de episodios que, en ocasiones, están llevando a las democracias a asomarse al precipicio. En los círculos de confianza de la mayor de las redes sociales, fue donde la alt rigth o extrema derecha de los estados unidos dio el salto desde su rincón de internet y se convirtió en un movimiento político.  Durante el proceso, los líderes de opinión de la Fox —por entonces la cadena favorita del expresidente Trump y propiedad de Murdoch— suministraron abundante material de apoyo para memes supremacistas o antifeministas o para ataques a cualquier atisbo de progresismo. La demonización del adversario con un voltaje político que electriza a la audiencia es marca de la casa del dúo estelar de productor y distribuidor de contenidos Zuckerberg/Murdoch. En las semanas anteriores al asalto al Capitolio, el periodista Kevin Roose se ocupó de mostrar a diario cómo el listado de las publicaciones más vistas en la red social estaba copado en su gran mayoría por titulares incendiarios de la Fox y similares dirigiéndose a un público que, al consumo desacomplejado de bulos, ahora sumaba la afición por conspiraciones como QAnon
 
Las cosas no pintan mucho mejor en Australia que, con unos años de retraso, parece dirigirse a un escenario parecido. El ex primer ministro laborista Kevin Rudd confesaba ante un comité del senado reunido para tratar la diversidad de los medios de información que los políticos del país como él tienen miedo a la «bestia de Murdoch» —en referencia al imperio mediático que controla— capaz de montar campañas de desprestigio y acabar con la reputación y la carrera de cualquiera de la noche a la mañana. En su declaración, Rudd reconoce que no fue capaz de hablar con libertad del tema hasta haber dejado su cargo.
 
Según él y otros analistas, la cadena australiana Sky News se encuentra en un proceso acelerado de «foxificación». El magnate de la prensa estaría aplicando en su país el patrón que ha experimentado con éxito en Norteamérica. La radicalización de la política espoleada desde sus periódicos y televisiones sirve a sus intereses comerciales, personales e ideológicos. Debilitar la acción del gobierno, socavar regulaciones esenciales y, sobre todo, bajar los impuestos que pagan grandes empresas como las suyas o multimillonarios como él son objetivos cumplidos durante el mandato de Trump, un presidente protegido por el grupo mediático de Murdoch en su trayectoria como político. Del mismo modo, la política, la sociedad y la fiscalidad australianas podrían también moldearse más a su imagen repitiendo la receta.
 
Los equilibrios de poder en el tándem Zuckerberg-Murdock se están mostrando todavía más favorables al segundo en Australia. Lo que ha sucedido, recuerda en parte a las discusiones en España sobre un nuevo canon a pagar por las tecnológicas a la prensa con la reforma de 2014 de la ley de propiedad intelectual. La diferencia en este caso es que allí el contexto no es tanto el de los derechos de autor como el de la legislación antimonopolios. Murdoch estaría animando al gobierno conservador australiano a utilizarla contra Zuckerberg.
 
Que el imperio mediático de Murdoch presione con ella a los gigantes tecnológicos es una manifestación tan descarada de lo que la sartén le dice al cazo que hasta podría llegar a tener consecuencias interesantes en un futuro. En Australia se están superando reparos y bloqueos que durante décadas en la mayoría de los países han impedido tomar medidas frente a la excesiva concentración empresarial. Las autoridades de la competencia australianas, tras años viéndola desaparecer delante de sus propios ojos, están despertando empujadas, por irónico que resulte, por uno de esos grandes conglomerados a los que deberían estar vigilando. 
 
Murdoch ha sido uno de los defensores de una regulación que busca obligar a las plataformas digitales a pagar por las noticias que obtienen gratis de los medios de comunicación, pero que luego monetizan con anuncios. A pesar de la afinidad de intereses, en esa simbiosis entre quien se dedica a producir contenido sensacionalista y la plataforma digital que lo distribuye, existe un reproche imperdonable. El descenso de los ingresos por publicidad de sus periódicos y televisiones es la gran cuenta pendiente del magnate de la prensa con el de la red social. Los anunciantes prefieren saltarse a los medios tradicionales y publicitar sus marcas directamente en Facebook que permite segmentar audiencias y mandarles mensajes a medida de una forma que está fuera del alcance de la prensa. Indirectamente, este pique está sirviendo para dar alas a un movimiento antimonopolios que supera en audacia al de otros países que miran con interés lo que está sucediendo en Australia.
 
El excesivo poder de las grandes tecnológicas norteamericanas se ha convertido en una preocupación global con distintas formas de intervención estatal en marcha en países como Rusia, la Unión Europea o los propios EE. UU. La comisión australiana del consumo y la competencia está marcando el ritmo entre estos reguladores. En el verano de 2019, la ACCC publicó el resultado de una investigación de más de un año sobre Google y Facebook. Allí se examinaba el poder de mercado que esas dos plataformas han conseguido acumular y se hacía un complejo y profundo análisis de las consecuencias que esto tiene en el país. En la rueda prensa de presentación del informe, Rod Sims, al frente del regulador australiano, explicó su «enfoque holístico» diferente al de otras jurisdicciones. Al fusionar competencia y consumo, estas dos áreas no se pisan la una a la otra, sino que se refuerzan. En aquella intervención, se avisaba del rearme de la institución con nuevas multas y de la disposición a usarlas si era necesario.
 
Esa voluntad política de avanzar sin contemplaciones es quizás la mayor diferencia con otras autoridades antimonopolio como la europea. Mientras que la UE parece encontrase siempre empantanada en la fase de legislar, Australia se ha concentrado más en aplicar regulaciones de forma creativa. La firmeza de Rod Sims está demostrando lo poco que se merecía la comisaria de la competencia europea Margrethe Vestager su fama de «mata gigantes» por su supuesta mano de hierro con las tecnológicas.
 
Los efectos de Google y Facebook en la situación de la prensa y los otros medios son objeto de examen y regulación en dicho informe.  En el mercado de las noticias por Internet, esas dos plataformas tienen un duopolio sobre los referrals o «remisiones» del tráfico que ellas controlan. La poderosa News Corp de Murdoch aprovechó el momento para presentar una recomendación formal para que Google fuese troceada, pero la ACCC no hizo caso. En su lugar, propuso algo que sus detractores suelen llamar un «impuesto sobre los enlaces». ¿Quién no odia a los impuestos? Sin embargo, no se trata de ninguno, ya que el estado no recauda nada. En realidad, el nuevo «código de noticas» del gobierno pretende mediar en un proceso de negociación más justo entre las plataformas digitales y los periodistas o las compañías para las que trabajan.
 
Para principios de año en 2021, los gigantes digitales tenían que ir cerrando acuerdos obligatoriamente poniendo un precio a pagar por las noticias que circulan por ellos. Google amenazó con retirar parte de sus servicios de Australia, pero finalmente alcanzó algunos con la News Corp y otros.  Facebook, por su parte, decidió resistirse a pagar a los productores de contenido y el jueves 18 de febrero decretó un apagón de noticias para Australia en la plataforma. De la noche a la mañana, los usuarios de ese país dejaron de ver las páginas y publicaciones de los periódicos, televisiones u otros medios de información nacionales e internacionales. La red social apenas obtiene valor de las noticias ya que estas solo representan el 4% del contenido que circula por ella, según se afirmaba en el comunicado de la compañía explicando la decisión. 

Curiosamente, el monumental enfado de la red social en Australia al exigírsele acordar un precio por las noticias se ha producido cuando la compañía por su cuenta ya exploraba formas de pagar a los periódicos. En Estados Unidos y el el Reino Unido, desde hace un tiempo, hay una sección de noticias. Los medios establecidos pueden solicitar formar parte y cobrar por las visualizaciones. Un mes antes del apagón, saltó la noticia de que se estaba también incubando un programa parecido para periodistas individuales. La pandemia les había alejado de las redacciones y muchos de ellos se habían lanzado a crear sus boletines y webs. Plataformas como Twitter o Linkedin y ahora Facebook no quieren dejar pasar esta tendencia y están creando herramientas para ellos. Con el historial de esta última sobre sus espaldas, el papel de Facebook como editor algorítmico genera muchas dudas, como se explicará más adelante. Difícilmente casa con esa ficción de plataforma de contenido neutral que se ha venido manteniendo hasta ahora y coloca a los periodistas en una competición por la atención al estilo de unos carismáticos Youtubers o Gamers.

Otro de los argumentos clásicos de las plataformas también aparecía en aquella nota de prensa para justificar una decisión que estaba recibiendo muchas críticas: nadie puede regular su actividad, porque solo ellas entienden cómo funciona Internet. Facebook recordaba también en el comunicado que los periódicos o publicaciones registran páginas voluntariamente y suben contenidos gratis porque, de esta forma, aumentan el número de lectores o suscriptores. En todo caso, son ellos los que deberían de pagar a Facebook dado que obtienen valor al usarlo.

El extenso informe de las autoridades australianas de la competencia y consumo, sin embargo, tiene las cosas meridianamente claras acerca de las disfunciones que para un bien tan básico como Internet supone el poder de mercado que las grandes plataformas han acumulado. Cuando el tráfico digital está controlado por un duopolio de aduaneros capaces de permitir o cortar el paso a su conveniencia como Facebook acababa de hacer, afirmar que los negocios que dependen de ese tráfico participan de forma voluntaria es una frivolidad. Lejos de un paraíso de libertad, esta situación es terreno abonado para los abusos de posición de poder. El documento se detiene a examinar las complejidades de casos concretos en los que el dominio de Facebook y Google en la red perjudica a la larga a medios de comunicación, a todo tipo de negocios y usuarios o incluso a los anunciantes.
 
Menos de una semana después, Facebook rectificó informando de que volvería a mostrar las noticias en Australia. En sus explicaciones, jugó otra de las cartas favoritas de las plataformas digitales: la de aliados de los pequeños negocios que viven gracias a la plataforma. Afirmó estar dispuesta a volver a las negociaciones para pagar a los medios de comunicación, siempre que se le deje elegir a pequeños periódicos locales en lugar de a la News Corp.
 
El grupo proveedor de sensacionalismo y polarización favorito de una de las mayores empresas de internet peleándose con ella por la influencia y los ingresos por publicidad, de eso trataba al final este episodio australiano. Visto desde fuera, el espectáculo ha sido como asistir a un concurso entre las dos hermanastras de Cenicienta. ¿A quién le importa si el que pierde es Zuckerberg o Murdoch? O, mejor todavía, lo interesante sería que ninguno de los dos saliera ganando. Y eso es lo que podría haber pasado.
 
Las voces críticas con el código de noticias que pone a plataformas digitales y medios de comunicación a negociar un precio argumentan que este arbitraje obligatorio solo beneficiará a los grandes como Murdoch. Es precisamente lo que dice el ex primer ministro, Kevin Rudd, de los avances que parece estar consiguiendo su partido rival en una materia que él mismo reconoce que le preocupa. Pero si se le va perdiendo el miedo a aplicar las regulaciones antimonopolio, visto que el cielo no se cae sobre nuestras cabezas, ¿cuánto tiempo puede un monopolio mediático como News Corp esquivar el escrutinio de la acción antimonopolios una vez que esta se ha puesto en marcha? Incluso la misma Facebook podría aportar un informe a una hipotética investigación de las consecuencias de la excesiva concentración empresarial en las manos de News Corp como este grupo hizo con ella.
 
Sin ir más lejos, una iniciativa como la puesta en marcha por aquel mismo ex primer ministro —que recogió más de medio millón de firmas para abrir una investigación a los medios de Murdoch que no salió adelante— podría haberse visto reforzada una vez superado el tabú de la no intervención que ha paralizado la acción de los gobiernos durante décadas. Curiosamente, una periodista del grupo de Murdoch tuvo que retractarse en público para evitar una condena por difamación por sus acusaciones inventadas de que los datos de esas firmas se estaban cosechando para hacer campañas de extrema izquierda. Por naturaleza «La democracia es un lío» decía otro representante de la News Corp para defender esa visión fundamentalista de lo que los periodistas tienen permitido en nombre de la libertad de expresión. Un todo vale del que, teóricamente, acaba saliendo a flote la verdad. La realidad, por el contrario, está demostrando que la democracia es frágil y está amenazada en todo el mundo por culpa, en parte, de las televisiones como Fox y Sky News y el tono que han impuesto en el debate público.
 
Igual que pasó con las plataformas digitales, la pésima calidad de una prensa entregada a la cultura del bulo y el espumarajo podría argumentarse meticulosamente como un grave problema para la democracia. El principio del bienestar del consumidor —espectador o lector, en este caso— tan central en el derecho de la competencia o en las normas de consumo tiene algo que decir ante los que polarizan si ese consumidor lo acaba siendo de material altamente politizado de origen dudoso cuando no de pura conspiranoia. Sería interesante debatir sobre las consecuencias de que la información y el periodismo esté siendo sustituida por la industria de la influencia y sus histriónicos líderes de opinión.
 
Durante los días del apagón de Facebook, todo el mundo parecía estar pendiente de lo que pasaba en Australia. Canadá y algunos estados norteamericanos anunciaron normativa en la línea. La UE, por el contrario, que se consideraba a si misma como una gran innovadora en las regulaciones sobre la materia, reaccionó a la defensiva al verse adelantada. Según ha dicho, la armonización de las normas de propiedad intelectual en marcha —con leyes que algún día tal vez hasta puede que se lleguen a aprobar e incluso a aplicar en cada estado— ya es suficiente, aunque, como suele pasarle, vaya a remolque. 
 
La imagen de la red social no ha salido bien parada de este pulso a todo un país. Ha puesto en duda ese compromiso del que siempre alardea con la conexión universal y la libertad de expresión por un puñado de dólares. La fantasía de ser una plataforma neutral tampoco se sostiene frente a la realidad de ese aduanero tirano levantando por decreto barreras a la información en una pataleta. 
 
Más peligroso para Facebook quizás sea lo poco que el público en general ha echado de menos las noticias en la red social. Algo parecido pasó cuando Google decidió retirar su servicio de noticias de España por el canon AEDE (Asociación de Editores de Diarios Españoles). ¿Alguien se acuerda de que en este país no hay Google News desde 2014? Del mismo modo, cuando desaparecieron las noticias de la filial australiana de Facebook, una aplicación nacional de prensa se puso la primera en el ranking de descargas por encima de las tres siguientes, propiedad de Zuckerberg, por cierto. 
 
Esto ha pasado en medio de otro clusterfuck, el típico racimo de marrones que se le amontonan al mismo tiempo a una compañía que siempre ha destacado por su ausencia de ética en todo lo que hace. Uno de ellos afecta a los anunciantes. Se ha sabido que los más altos directivos de la empresa han estado ocultando avisos de los empleados sobre datos de audiencia inflados. Los que se gastaban el dinero en publicidad lo hacían con herramientas que les prometían más clientes potenciales que habitantes reales con determinadas características en ciertos territorios. También se está descubriendo que el propio Zuckerberg ha cambiado las normas para acomodar a la extrema derecha en la plataforma.
 
Joel Kaplan, un fichaje republicano, ha intercedido a favor de comentaristas ultras que, según los estándares de la compañía, deberían haber sido expulsados. En el puesto de Kaplan, Zuckerberg fusionó dos en conflicto: el trato con los políticos y los asuntos de moderación de contenido. De esta forma, mientras unos departamentos preparaban políticas de integridad —como la creación de un tribunal supremo independiente dependiente de Facebook para todo, lleno de celebridades bien pagadas—, alguien desde dentro las desactivaba por presiones políticas. Las escusas inverosímiles de la segunda de a bordo, Sheryl Sandberg, negando la implicación de los grupos de Facebook en el asalto al Capitolio ha sido otro momento poco edificante.
 
La imagen de Sandberg —contratada desde Google para convertir a la red social en una empresa de anuncios rentable a cualquier precio— junto a Kaplan —uno de sus exnovios proveniente de la vieja guardia de Bush hijo— con el mismo Zuckerberg retratados como un trío de delincuentes globales de cuello blanco en una espiral criminal no es del todo una caricatura. Acostumbrada a vivir en una permanente tormenta perfecta desde hace años, Facebook, sin embargo, se las suele arreglar para que nada le pase factura, debido en parte a que las tecnológicas están por encima de la ley que les privilegia.
 
Así las cosas, que la gente use Facebook para leer noticias no deja de ser una triste anomalía. En sus inicios, el de Zuckerberg era un proyecto dirigido a explotar comercialmente una debilidad psicológica detectada y experimentada entre sus compañeros de los colegios mayores de instituciones de élite norteamericanas como Harvard. Los niveles crecientes de penetración de internet en la vida de la gente no los inventó Facebook, pero los supo monetizar diseñando un pasatiempo adictivo basado en el cotilleo entre círculos de confianza que se conectan. La gente fue invitando en cadena a sus amigos a aceptarles en uno de esos círculos para enterarse de lo que hacían y pronto empezó la cuantificación de los «me gusta», un mecanismo basado en las mismas recompensas que los juegos de azar.
 
Las empresas fueron llegando discretamente por la puerta de atrás incluidos los periódicos. Uno podía declarase fan y decidir seguir a las publicaciones de sus marcas favoritas incluidas las noticias. De este modo, la plataforma no tiene que dedicarse a crear contenido propio, sino que depende para su subsistencia del que generan los demás gratis. Este planteamiento tiene sus problemas cuando se trata de particulares mostrando su vida como un espectáculo, pero deja de tener un pase, especialmente, si los que aportan ese contenido que no se paga son periodistas profesionales y, además, cuando son sistemáticamente puenteados por los anunciantes.
 
Imitando a Google, la red social se convirtió en una empresa de subastas de publicidad. Los anuncios al estilo del buscador enriquecidos con herramientas de nueva generación y con datos de los usuarios a los que se vigila fueron un éxito rotundo y dejaron sin publicidad a los medios. También lo fueron las propias Google y Facebook que acabarían acaparando gran parte del tiempo en la red. Y ese es el panorama actual de la prensa online sustentada sobre dos plataformas que hacen de guardias del tráfico en línea financiándose con publicidad.
 
La prensa pagada con publicidad siempre ha tenido sus problemas incluso antes de la llegada de lo digital. En ese modelo, el gran anunciante puede vetar de formas más o menos sutiles la noticias que no le interesan. La publicidad que financia directamente a las plataformas digitales y no a los medios es problemática por otros motivos. Los algoritmos que sirven la información en las plataformas dan preferencia un tipo de contenido diseñado para el engagement —conseguir atraer a más ojos por más tiempo—. Gran parte del panorama desquiciado de la prensa tiene que ver con el efecto de los algoritmos que desborda a lo digital cuando todos compiten por la atención.
 
Varias generaciones de medios nativos digitales como Gawker Media, que evolucionó de los blogs, o Buzzfeed o Playground crecieron alimentando al algoritmo, mientras que a los tradicionales no les quedó otro remedio que aprender. El de Google, por ejemplo, exige que se escriba para él prácticamente a peso, cuanto más mejor, en bocados de información corta redactada con líneas simples y el lenguaje de una persona de 15 años. Los digitales aparecieron con un volumen y una agilidad a la hora de publicar inalcanzable para la prensa establecida conseguida muchas veces a costa de la consistencia en los datos que apenas se comprueban. 

No se puede decir que estos cambios hayan supuesto una época dorada del periodismo de investigación. Muchas veces, esta se reduce a unas cuantas búsquedas en Google. Más bien lo que ha pasado es que la sujeción a los algoritmos y la sequía de publicidad han hecho a los medios de comunicación más dependiente de los poderes políticos. La prensa politizada y radicalizada está beneficiando especialmente a la extrema derecha con mensajes esquemáticos y virulentos calando en un público que va creciendo. Retroalimentando el círculo, las redes sociales son igualmente dependientes y amplificadoras de los supercompartidores ultras. Facebook no está interesada en atajar las noticias falsas de la extrema derecha, el contenido que mejor le funciona. Algunos estudios demuestran que los perfiles de esa ideología consiguen un 65% más de engagement si se especializan en desinformación, algo que no sucede en páginas más moderadas de derechas o de centro ni en la extrema izquierda.

Lo incendiario de este coctel aumenta en contacto con otra característica de lo digital: la falsa apariencia de neutralidad de la plataforma para no rendir cuentas por el contenido de terceros. Facebook ha negado por mucho tiempo ser un editor responsable de lo que otros publican. Pero lo que hace un editor en lugar de escribir artículos es decidir lo que se publica o descarta, qué va en portada y qué no. En cierto modo, Facebook no es otra cosa que el editor de un periódico personalizado para cada usuario —por algo se llama news feed o hilo de noticias— lleno de juicios editoriales programados en las oficinas de la empresa. Quizás no tenga que responder de lo que otros escriban, pero sí de esas decisiones acerca de la información que prioriza.
 
El historial de Facebook como editor irresponsable da para varios artículos como este. Ese cinismo de quien no tiene que rendir cuentas más allá de los datos de crecimiento y beneficios —los únicos que ganan discusiones en la empresa, según un mantra de Zuckerberg— ha tenido muchas consecuencias ante las que solo se empieza a reaccionar ahora. 
 
El episodio de la pestaña de tendencias justo antes de las elecciones que ganó Trump no es muy conocido, pero fue importante para decidir la pasividad de las plataformas de noticias frente al auge de las fake news y el contenido incendiario en un momento crucial. Esa sección de tendencias era lo más parecido a una portada de periódico que ha tenido Facebook —el único espacio donde el usuario podía ver lo mismo que veían los demás—. El problema apareció cuando empezó a llenarse de titulares que culpaban a los latinos de todos los males del país o contenidos similares. Lo que hizo la dirección de la empresa entonces fue engañar a todo el mundo contratando en secreto a moderadores humanos, mientras seguía afirmando que las noticias las seleccionaba un algoritmo para mantener la apariencia de neutralidad. Cuando Gawker lo destapó, la sobrereacción de la derecha por haber sido silenciada por una empresa privada actuando en el libre mercado tan venerado en esa opción política fue tal que acabó favoreciendo el todo vale en la red antes de aquellas elecciones. 
 
Aquella sección de noticias para medios establecidos que de momento solo funciona en EE. UU. y Reino Unido y el piloto para periodistas individuales son otros de esos estropicios esperando su hora lo mismo que los sistemas de moderación subcontratados con directrices contradictorias y mal pagados. En el verano previo a las elecciones americanas de 2020, Buzzfeed reportaba presiones de ejecutivos de la compañía a esos moderadores terceros, favoritismos con ciertos medios y despidos a los empleados que lo denuncian.
 
En el ecosistema de las noticias por internet han surgido algunos medios nativos digitales a los que les va aceptablemente bien con muros de pago y suscriptores, un modelo más independiente que la publicidad. Estas publicaciones se beneficiarían de contrapesos a esos guardias del tráfico digital que actúan como un duopolio. Eso es lo interesante de la ola global de actividad antimonopolio con sacudidas que hoy llegan desde Australia y el peligro de que gente como Murdoch la acabe instrumentalizando en nombre de un periodismo necesario para la democracia que su grupo no practica verdaderamente.
  
Si el panorama de periódicos y televisiones en Australia buscando inspiración en la Fox puede resultar aterrador, visto desde las antípodas, da casi hasta envidia. Mientras que allí el partido verde ha conseguido promover una investigación parlamentaria sobre la diversidad de la prensa, aquí cualquier sugerencia choca con el rechazo más virulento de la élite político-mediática. ¿Qué expresidente del gobierno habla tan abiertamente de las presiones de los grandes grupos de la prensa en la política como el australiano? Y no es porque aquí la propiedad de los medios de comunicación sea especialmente plural, más bien están todos en manos de unos pocos cortados por un patrón parecido. 
 
Mientras que allí una comentarista se ha tenido que retractar para evitar ser condenada por inventarse una conspiración ultraizquierdista, la cadena supuestamente progresista de aquí abre cada sábado las tertulias con alguien que se sabe ha actuado de correa de transmisión de informes falsos fabricadas contra rivales políticos, nada menos, que por el estado en sus cloacas. El tono de debates e informativos nunca se eleva cuando siempre hay alguien que se encarga de enfangar el plató para empezar. Y esto pasa en una cadena demonizada por algunos como una «secta» progre. Si Rupert Murdoch se fijase en la Sexta, lo mismo se montaría una en Australia en lugar de una Fox.

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