A pesar de ser el primero y uno de sus mayores mercados, la gran manzana no ha sido tradicionalmente una plaza fácil para Airbnb, al menos hasta ahora. A la prensa local, el flower power californiano de empresas tecnológicas hablando de una supuesta «economía colaborativa» nunca le entusiasmó. Cuando más encendido estaba aquel debate en 2014, la revista New York Mag arrojó un jarro de agua fría por sorpresa sobre uno de los fundadores que resultaba especialmente doloroso al tratarse de su propia ciudad. El tipo más estúpido de tu edificio está dando las llaves del portal a extraños, fue el titular elegido por aquella publicación para una entrevista que este les había concedido confiado. Aquella frase reproducía una de las muchas pintadas anti-airbnb que habían aparecido en los carteles del metro. Si empapelándola con publicidad la compañía esperaba domesticarla, aquella ciudad no pensaba ponérselo fácil.
Hoy las tornas parecen haber cambiado y el más influyente entre los periódicos neoyorkinos acaba de publicar una pieza sobre Airbnb en Barcelona a la que los relaciones públicas de la empresa apenas encontrarían pegas. En ella, las opiniones abiertamente favorables ocupan casi el doble en extensión que las críticas —1130 palabras contra 664—. Las fotos también se las merecen en exclusiva los usuarios y defensores de la compañía con uno de ellos abrazando a un gato y otra posando en un lujoso salón de su casa en Collserola de la que se muestra además una apetecible terraza con vistas a la sierra.
Los expertos contactados por el periódico—uno en España y otro en los EE.UU.— no aportan gran cosa, al menos en las citas que se han seleccionado. El segundo, un profesor de universidad norteamericana, parece resignasrse al escenario favorito de la compañía: Airbnb actuando como socia de gobierno por la fuerza para todas las regulaciones que le afecten. Ya sea en Washington, Bruselas o Nueva Orleans la multinacional siempre se ha visto a sí misma como una invitada inevitable a todas las reuniones y deliberaciones donde se decida sobre turismo o vivienda. «Se conocen ejemplos de Airbnb participando en la aplicación de leyes, pero solo cuando se le obliga a ello», son palabras que en el fondo naturalizan las provocaciones de una corporación.
En otro momento, el periódico dice que «la elección de Ada Colau como alcaldesa de Barcelona en 2015 supuso un punto de inflexión en la relación de la ciudad con el turismo, marcando el comienzo de los primeros esfuerzos reales para regular los alquileres a corto plazo.» Teniendo en cuenta que la regulación de los alquileres turísticos ha sido un largo proceso que empezó allí por el año 2004 en el que han participado ayuntamientos de todo signo, afirmaciones como esa ponen al prestigioso NYT siguiendo la estela —aunque a cierta distancia— de la mejor prensa madrileña o del digital barcelonés rabiosamente anti Colau Crónica Global que suelen compartir la táctica comunicativa de personificar todo tipo de demonios en el apellido de la alcaldesa.
Entre imprecisiones e informaciones que no se han contrastado —como la afirmación gratuita de que las protestas contra el turismo masivo en Barcelona «apuntaban con el dedo» principalmente a Airbnb—, probablemente, lo peor del artículo sea un ejercicio de desinformación que refuerza la versión interesada de la historia que la multinacional siempre ha contado de sí misma. Es falso eso que se dice allí de que «cuando Airbnb llegó en 2009, Barcelona no tenía ninguna regulación específica que gobernase los apartamentos privados para turistas». Lo cierto es que Airbnb aterrizó en un sector ya maduro altamente competido y regulado con licencias para apartamentos turísticos concedidas varios años antes en las zonas de mayor presión. Desde finales de los años noventa, alrededor de los alquileres turísticos, habían surgido decenas de negocios con modelos que aprovechaban la penetración creciente de Internet. Sin embargo, entonces a nadie se le ocurrió tratarlos como un ecosistema de innovadoras statups ni siquiera a los políticos o la prensa barceloneses tan obsesionados hoy con los hubs y todo lo que suene a innovación tecnológica. En su día, no la supieron reconocer en las empresas que tenían en casa y solo les interesó cuando la vieron venir de Silicon Valley.
Los californianos aparecieron con aires de superioridad mirando por encima del hombro a lo que siempre han caracterizado como burocracias locales carpetovetónicas y se permitieron ese lujo gracias un pase de trileros tan sencillo como efectivo: el concepto de «hogar compartido» o home sharing donde a veces los alquileres profesionales de apartamentos para turistas parece que están, pero de repente ya no los ves. Esto les dio tiempo y espacio para crecer planeando sobre las normas locales como si no fuesen con ellos.
No es que aquellos jóvenes emprendedores rechazasen las órdenes y el control vertical. En realidad, les encantan, pero darlas en lugar de cumplirlas y ejercerlo ellos mismos. El emprendedor por naturaleza es regulador y no es sino el primer burócrata de una organización nueva. A lo que aspira Airbnb allí a donde va es a dictar sus condiciones de participación en el negocio del alojamiento. Ese «mercado gris de los primeros años de crecimiento» en el que supuestamente operaban los llamados anfitriones de Airbnb en Barcelona del que se habla en el artículo era solo una excusa. Las regulaciones siempre estuvieron bien claras desde el principio para el que no quisiera ignorarlas. La organización prefirió dedicarse a ganar tiempo pidiendo normas innovadoras que sabe que no funcionan —como permitir alquilar durante menos de 90 días al año—. Sus intenciones, sin embargo, nunca han sido operar en ningún espacio regulado, sino buscar discursos para crecer sin cortapisas.
Las habitaciones para turistas son una de esas excusas. Hasta hace pocas semanas, estas nunca se habían perseguido ni nadie había tenido problemas por alquilarlas. Es algo que ya se hacía en Barcelona desde antes de que existiese Airbnb. Lo que sucedía es que se trataba de una modalidad de alojamiento poco rentable y algo engorrosa para el distribuidor. Por eso la compañía americana nunca ha tenido ninguna intención de dedicarse a ellas. En su lugar, la plataforma admite desde sus inicios todo tipo de alquileres turísticos de empresas o particulares, legales e ilegales que se disimulan detrás de una modalidad que da buena imagen, aunque poco dinero.
Quienes ahora se encuentran con que no van a poder seguir alquilando habitaciones a turistas en Barcelona deberían plantearse que la que ha propiciado que esa actividad se llegue a penalizar ha sido precisamente Airbnb con su trilerismo y su comportamiento pendenciero característico. Que a este tipo de usuario se le ha estado utilizando para desviar la atención de otras operaciones más jugosas, pero también más problemáticas, es algo que llega a reconocer a su manera retorcida el jefe de políticas para Europa, Oriente Medio y África en el artículo cuando dice: «En Barcelona, la ausencia de reglas claras para los anfitriones que comparten una habitación en su hogar no tiene impacto en nuestro negocio, pero estamos preocupados por los impactos negativos de las propuestas del Ayuntamiento en las familias locales.»
Efectivamente, las habitaciones son, como se suele decir, el chocolate del loro para su empresa y, evidentemente, la segunda parte de esas afirmaciones no tiene ninguna credibilidad. Si tan preocupada estubiese Airbnb por esas «familias locales», no les haría compartir la plataforma con cada vez más operadores profesionales, hoteles, bed and breackfast e incluso mafias ilegales deteriorando su reputación por el camino. Con tales afirmaciones, ejecutivos como este parecen incapaces de asumir algo natural: que la suya es una compañía con ánimo de lucro cuyos objetivos de crecimiento son prioritarios y el motivo por el que está valorada en bolsa cerca de un banco de inversiones como Goldman Sachs.
Como se explica en otro lugar, la estrategia que acaba de describirse no es original, sino que se aprende en las escuelas de negocio y las incubadoras de startups. Es precisamente a eso a lo que se llama «innovación disruptiva». Se trata de un patrón de crecimiento que recomienda empezar con lo que nadie en un sector quiere —como las habitaciones, en este caso— y desde allí acometer guerrillas a/ilegales para hacerse cada vez con más gama. El prestigio de lo tecnológico y el estatus jurídico de privilegio de los operadores de ese sector lo permiten.
Este es el eterno juego de lo ves, ya no lo ves que ya parecía algo superado al que se presta a estas alturas con su artículo el New York Times. A su calidad periodística tampoco contribuye que en todo momento se afirme que en Barcelona se ha aprobado una prohibición de alquilar habitaciones para turistas pionera en el mundo, cuando lo que existe es una moratoria de una año para otorgar licencias a las habitaciones en un contexto de presión del Ayuntamiento a la Generalitat para que enmiende su ley de hogares compartidos. Se espera conseguir una más restrictiva que no ponga todo el peso en el consistorio para inspecciones y sanciones. Puede que esta petición sea en parte consecuencia de la imprevisión municipal, como se explicó en su momento, pero no deja de tener sentido tal y como están las cosas con Airbnb.
Aunque con algún requiebro sofisticado, el enfoque y el tratamiento del artículo sintoniza plenamente con la narrativa canónica de Airbnb. Al final, el NYT presenta a una Barcelona empeñada en pegarse un tiro en el pie con regulaciones improductivas en lugar de dejarse hacer por una benévola forma de turismo promocionada por unos compatriotas con visión de futuro del diario.
Para un espectador, es especialmente triste ver a la Gotham de esta historia vender su alma y pasarse al lado luminoso, pero falso, de la costa oeste renunciando a hacer de contrapeso gruñón a las compañías más poderosas del mundo y a sus relucientes relatos publicitarios.