En la que podría considerarse zona cero del fenómeno de las noticias falsas o fake news, es precisamente donde creen haber encontrado la clave para combatir la desinformación. Según Facebook, habría llegado el momento de revisar una de las principales normas que ha gobernado lo digital desde hace décadas. Horas antes de que su dueño respondiese de nuevo ante el Congreso, está vez por el papel de su empresa en episodios como el asalto al Capitolio, la red social publicaba una propuesta de modificación de una norma que muchos consideran piedra fundacional de Internet: la sección 230 de la ley de decencia de las comunicaciones en línea.
El haber sido capaz de crear un formidable problema no parece que sean las mejores cualificaciones para solucionarlo. Sin embargo, al presentarse ahora como bombero del incendio que ella misma ha provocado, Facebook estaría viendo una oportunidad de seguir sacando partido del caos causado. Retirarles a los que vienen detrás la escalera por la que uno ha conseguido el éxito es una maniobra clásica para perpetuarse en el poder. Ese sería el verdadero efecto a la larga si se aprobase la reforma legal que la compañía propone, como se explicará en otro lugar. En esto, Zuckerberg se pone del mismo lado que otro partidario ilustre de manipular la 230 a su conveniencia. El expresidente Trump, como ya se contó en su momento en este blog, amenazó recientemente con retirar por decreto las protecciones que ofrece esa norma a las tecnológicas el día que sus tuits empezaron a aparecer marcados como dudosos.
Del lado contrario, están los que contemplan a esa ley como un monolito inmutable sobre el que descansa la Internet tal y como la conocemos hoy. Para ellos, cualquier propuesta de modificación supone un salto al vacío con riesgo de que todo aquello que apreciamos de la red se desmorone si se toca. A finales de marzo de 2021, reaccionando a las sugerencias de Facebook, un conocido tuitero canadiense escribía que la 230 de la Comunications Decency Act o CDA230 «está entre las únicas leyes tecnológicas buenas que el Congreso ha adoptado alguna vez y, sin ella, nadie alojaría tus quejas sobre un negocio, tus denuncias de #MeToo, tus comentarios negativos o tus imágenes de corrupción oficial o violencia policial».
Popular con su blog desde la época dorada de estos, el nombre de Cory Doctorow está también asociado a la EFF, la Fundación de la Frontera Electrónica, un grupo de presión que desde los años noventa viene asimilando lo digital con el territorio de la primera enmienda o de la libertad de expresión, un espacio que se espera mantener al margen de toda autoridad, en particular, la estatal. Esa mentalidad de frontera electrónica al margen de la ley ha sido una influencia permanente en el desarrollo de los acontecimientos hasta llegar, en parte gracias a ella, a lo que tenemos hoy. Deliberadamente creado para favorecer a una industria naciente, el vacío de poder más allá de esa frontera fue ocupado por corporaciones que se cuentan entre las más poderosas del mundo y de la historia. En todo este tiempo, el mismo marco mental con distintas formulaciones —antes, superautopistas de la información o disrupción o digitalización, más recientemente— ha favorecido una interpretación expansiva de la sección 230 que ha prevalecido entendida como inmunidad sin condiciones para el operador digital.
La revista Wired, en su día biblia de los tecnoutópicos californianos como los que fundaron la EFF, afirmaba a principios de verano de 2020, cuando la CDA230 estaba en el punto de mira de Trump, que se trataba de «protecciones fundacionales matizadas por décadas de jurisprudencia». Efectivamente, la irresponsabilidad de las tecnológicas —a las que en ningún caso se puede hacer responder por el material de terceros que alojan— ha sido establecida como principio vía una interpretación jurisprudencial y no tanto por el tenor literal de la ley ni por la voluntad de los propios redactores de la norma, que han advertido en numerosas ocasiones que ese no era el sentido original.
Cuando una doctrina jurídica favorece la formación de un puñado de gigantes tecnológicos a los que se identifica automáticamente con la libertad de expresión y se les da cobertura permanente, poco se puede hacer sin modificarla. Se podría decir que, últimamente, en los EEUU se le ha cogido el gusto a Interrogar cada cierto tiempo a los líderes de ese sector en el parlamento. Toques de atención como el de marzo de 2021 por la desinformación y polarización, ya se les habían dado antes en algunas de las dos cámaras por vulneraciones de privacidad de los usuarios, prácticas de monopolio o injerencias en las elecciones democráticas. Esas sesiones, además de poco edificantes, no parece que estén siendo especialmente útiles.
Con mayor claridad a cada comparecencia, se van trasluciendo las obsesiones partidistas de congresistas o senadores y el alcance de los conflictos de intereses entre esas grandes corporaciones con el resto del mundo. Los unos se dedican a escenificar lo cerca que están las compañías de Zuckerberg, Pichai, Bezos o Dorsey de agotar sus paciencias, mientras que estos se limitan a aguantar el chaparrón echando balones fuera sin que luego pase nada sustantivo. Por graves que sean las consecuencias de sus actos y decisiones, situados en un limbo inalcanzable, impiden que las administraciones de cualquier nivel tomen medidas, protegidos por inmunidades de hecho como la sección 230.
Europa tiene la suya propia en la Directiva de Comercio Electrónico, una legislación que se aprobó cuatro años después de la norma americana inspirada en ella y en las leyes de telecomunicaciones a las que complementa. Cuando una multinacional de aquel país como Homeaway consigue que el Tribunal Supremo español invalide después de cinco años parte de la legislación catalana de apartamentos turísticos, como ha pasado a principios de 2021, lo hace siguiendo la larga estela de la 230. Resulta especialmente grave y chocante que la UE haya importado ese marco legal, jurisprudencial, mental y cultural ajeno supeditándose en algo tan esencial como lo tecnológico a la hegemonía de esos gigantes estadounidenses.
Desde este lado de la frontera electrónica, aquella afirmación de Wired se entiende mejor en sentido contrario. Precisamente, esas dos leyes y la forma fundamentalista de interpretarlas es lo que nos ha privado a europeos y norteamericanos por igual de décadas de matizada jurisprudencia con matices que no siempre privilegiasen a las grandes corporaciones del tecnológico. Adormecidos por promesas de un paraíso digital, quizás hemos perdido un tiempo precioso y la oportunidad de establecer principios para una red más saludable cuando aún estaba por construir. A estas alturas, por ejemplo, los ordenamientos jurídicos podrían haber desarrollado una mejor comprensión del papel de las plataformas en la libertad de expresión a la que han instrumentalizado siempre como parapeto de sus operaciones opacas de vigilancia o acumulación.
Para algunos rebeldes antiautoritarios como los de la EFF o Wired la autoridad de los nuevos amos teológicos del mundo preocupa menos que la que suponen las regulaciones —siempre que no salgan de las propias corporaciones—. Esta actitud se viene repitiendo históricamente con cada avance tecnológico importante. Si fuese por los que piensan así, los cinturones de seguridad y otros estándares mínimos de protección obligatorios en los automóviles no existirían, recordaba una pareja de juristas que en 2017 ya proponían una reforma de la sección 230.
En su informe titulado Internet No se Romperá, se observaba que las novedades tecnológicas se presentan tradicionalmente envueltas en un ciclo de posiciones reaccionarias respecto a las regulaciones. Si bien inicialmente se tiende a ser conservador con normas que dificultan la adopción de nuevas tecnologías por miedo a las consecuencias del cambio, cuando este demuestra que trae más beneficios que inconvenientes, se entra en otra fase reaccionaria de signo contrario impidiendo regulaciones dirigidas a atajar esos inconvenientes temiendo, esta vez, que todos esos beneficios se esfumen. Finalmente, una síntesis más racional suele abrirse camino con regulaciones que introducen cierto orden sin que se cumplan los augurios de los que se oponen a ellas.
En el caso de lo digital, desde hace tiempo nos encontraríamos atascados en esa segunda fase de sobreprotección que se manifiesta en los discursos de quienes repiten siempre el carácter «fundacional» de las leyes del tecnológico, unas creaciones aparentemente inmutables y no sujetas a evolución o mejora. Curiosamente, los mismos que recetan disrupción o innovación para todo muestran en esto un inmovilismo que les retrata en realidad.