En marzo del 2020 la Comisión Europea daba la noticia de que las principales plataformas digitales turísticas accedían a compartir datos de alojamiento con Eurostat, la oficina estadística de la UE. Publicada por la propia comisión para celebrar el acuerdo, la nota de prensa del 5 de marzo era también la constatación de que el ejecutivo comunitario depende de la buena voluntad de cuatro grandes empresas —Airbnb, Booking, Expedia y Tripadvisor— para obtener datos que se consideran clave para una de las principales industrias de la región. Esta deferencia con ellas resulta especialmente llamativa si se piensa en el agravio comparativo que supone para decenas de miles de PYMES europeas. Muchas llevan décadas rellenando obligatoriamente el formulario Intrastat bajo la amenaza de multas de entre 3.000 a 30.000 € si se equivocan o retrasan al reportar las estadísticas de sus operaciones intracomunitarias. Las obligaciones o sanciones, sin embargo, están descartadas cuando se trata de las grandes de Internet.
Tal desigualdad en el trato entre unas y otras compañías se debe sobre todo a una vieja norma que ahora todo el mundo coincide en querer cambiar: la Directiva de Comercio Electrónico. Pero también tiene mucho que ver con la interpretación que de ella viene haciendo una comisión que en los últimos tiempos aparece siempre inexplicablemente enredada con los intereses de las tecnológicas. Debido a esa actitud, plataformas como Airbnb cada vez están más cerca de conseguir una de sus grandes aspiraciones: ser admitidas como socias de gobierno para las decisiones que afectan al turismo en un continente especialmente turístico.
«Queridas ciudades europeas y socias:» es como la compañía ha estado encabezando una serie de cartas a los ayuntamientos. «Durante los últimos años los gobiernos han estado aprobando regulaciones y las plataformas como Airbnb han desarrollado nuevas formas innovadoras de asociarse con los gobiernos para servir a todos los implicados» se les decía en una remitida en enero de 2020, mientras que, en marzo, la comisión recibía otra también firmada por uno de los ejecutivos de la compañía que no dudan en presentarse como socios preferentes de autoridades de cualquier nivel.
Esta forma de hablar no sería más que la fantasía pretenciosa de unos relaciones públicas con exceso de motivación de no ser por el estatus jurídico de privilegio que las empresas para las que trabajan tienen efectivamente garantizado gracias a esa directiva. Entre otras cosas, la norma prohíbe que las autoridades les impongan «obligaciones generales de monitorizar» sus plataformas para detectar ilegalidades. En su lugar, la autoridad de turno tiene que acudir a un sistema de «aviso y eliminación» y pedir que se actúe caso por caso.
En los últimos años, Airbnb se ha especializado en explotar esta inmunidad que paraliza en cadena a las instituciones europeas desde las más altas en Bruselas a los ayuntamientos. Si el de Barcelona, después de dedicar muchos recursos a la inspección y detención de ilegales, obliga a la plataforma a eliminarlos, un representante de la compañía convocará a la prensa para anunciar ruidosamente que ha llegado a un acuerdo con la ciudad. Inmediatamente, Barcelona se verá incluida a su pesar en un catálogo de socias de gobierno a la fuerza que Airbnb supuestamente tendría por el mundo de las que presumir cuando haga falta.
Ante las instituciones europeas, los ejecutivos de Airbnb argumentarán, hablando en nombre de los ayuntamientos, que estos prefieren un modelo de gobernanza basado en los pactos con multinacionales antes que aprobar ordenanzas de cumplimiento obligatorio para todos. Lo cierto es que las deficiencias jurídicas y contradicciones de la legislación europea le dan en parte la razón. Por un lado, el alto tribunal europeo ha reconocido que la crisis de vivienda justifica que se legisle de forma restrictiva el alquiler turístico. El problema para las autoridades locales o nacionales no es, por lo tanto, que no puedan aprobar normas que pongan orden en el fenómeno Airbnb. La cuestión es que luego no hay forma de aplicárselas a los grandes intermediarios digitales debido a esa reliquia de los primeros dosmiles todavía en vigor que es la Directiva de Comercio Electrónico.
Este marco legal de base se ha ido forzando todavía más a favor de la compañía gracias su idilio europeo con la Comisión. La ofensiva de la seducción de los californianos en la UE se inició hace siete años cuando Airbnb inauguró —discretamente al principio— su lobbying en Bruselas. El relato utópico con tintes ecológicos y promesas de crecimiento económico de la economía colaborativa, que por entonces promocionaban los representantes de la empresa, sedujo a los funcionarios de inmediato.
En 2016, la Comisión publicaba unas recomendaciones para ese fenómeno dirigidas al resto de autoridades europeas en sintonía con lo que venía diciendo la compañía. En aquel documento, una serie de planteamientos de su argumentario, que ya por entonces se estaban manifestando como meros clichés publicitarios, se elevaban a la categoría de principios jurídicos. La comisión apuesta en él por legislaciones que faciliten el home sharing o los «hogares compartidos» mediante regulaciones que permiten a particulares alquilar espacios para turistas durante un máximo de días. Justo el tipo de normas que varias ciudades europeas ya estaban descartando después de haberlas ensayado. Las leyes amigables con Airbnb no les habían servido en realidad más que para ver aumentar las ilegalidades de forma descontrolada.
Por su parte, Barcelona, Berlín, París o Ámsterdam habían tomado la iniciativa poniendo en marcha los únicos sistemas que parecían funcionar basados en licencias obligatorias. Lejos de escuchar a las ciudades europeas buscando soluciones sobre un terreno que conocen, dándoles la espalda y azuzada por Airbnb, la Comisión planteó un procedimiento de queja formal contra las cuatro.
También la Comisión fue la que favoreció una interpretación expansiva de la inmunidad de la directiva de comercio electrónico que resultó esencial para el dominio de las compañías norteamericanas de la distribución en el espacio extrahotelero europeo. Entregar datos empezó a contarse entre esas obligaciones de monitorización general prohibidas por la Directiva de Comercio Electrónico. Desde entonces, las autoridades no tienen manera de exigir de forma sistemática los datos necesarios para la aplicación de sus regulaciones a no ser que Airbnb acceda voluntariamente a concedérselos siempre a cambio de que las administraciones se porten bien con ella. Permanentemente dispuesta a jugar su papel de socia de gobierno, la compañía puede así comerciar libremente con sus datos a cambio de favores.
Aquellas recomendaciones de 2016 tan influenciadas por el ideario de Airbnb y su lobby europeo se tuvieron en cuenta en un juicio clave para esas compañías. Por si todavía quedaba alguna duda, escuchada la Comisión durante el proceso, el Tribunal de Justicia de la UE reconoció expresamente a Airbnb el estatus jurídico de «servicio de la sociedad de la información» —protegida, por lo tanto, por la exención de responsabilidad de la directiva—. La exigencia de legislaciones como la catalana de que los intermediarios digitales publiquen los números de licencia de quienes alquilan en su territorio ya no es aplicable por tratarse de otra obligación general de monitorizar prohibida.
Esa fascinación de los funcionarios europeos por un relato promocionado por un puñado de multinacionales se mantiene hasta el presente. Hoy la Comisión defiende la economía colaborativa al estilo Airbnb más que la propia Airbnb. Las plataformas ya no hablan tanto de ese concepto casi amortizado del negocio entre particulares facilitado digitalmente. Su verdadera prioridad es ahora aumentar el catálogo de proveedores de alquiler turísticos en una guerra publicitaria abierta por conseguir los más rentables y jugosos que siempre son los operadores profesionales. Tan tarde como marzo de 2020, sin embargo, la comisión seguía empeñada en ir rezagada hablando de p2p o sharing economy, aferrada a ese sueño donde todo se compartiría entre iguales inducido gracias al prestigio de lo tecnológico.
Si lo chocante de aquella nota festejando un acuerdo estadístico era ver al ejecutivo europeo poco menos que suplicando, lo alarmante fue comprobar lo aislada de la realidad y lo impermeable a lo que ha pasado a su alrededor todos estos años que se muestra la institución. Con el tiempo ha ido quedando claro que las plataformas de internet instrumentalizaron la idea de una economía colaborativa para esconder ilegalidades o para que se naturalizasen situaciones de explotación y precariedad extrema mientras crecían y mientras cambiaban la interpretación de las leyes europeas a su favor. Lo cierto es que sin una obligación de entregar información de forma sistemática como sucede en las compraventas de bienes con el Intrastat, la economía colaborativa, sencillamente, no existe. En el caso del alojamiento turístico, sin datos fiables compartidos en público a tiempo real acerca de la ocupación de cada propiedad y cada proveedor del servicio, esas leyes amigables con las plataformas no se pueden aplicar.
Esto es algo que, curiosamente, Airbnb ha empezado muy recientemente a admitir fuera de la UE pidiendo un registro público de propiedades a las autoridades del Reino Unido. Vistos los precedentes, este cambio en el discurso merece todas las precauciones. La cuestión a tener en cuenta es que los protocolos de lo supuestamente colaborativo no pueden ser optativos ni los procedimientos para garantizar que se cumplan ser diseñados a medida para uno de los interesados. Cuando la economía colaborativa es voluntaria, las compañías encuentran abundantes incentivos en el mercado para desentenderse de ella. Los particulares que alquilan esporádicamente sus espacios privados empiezan encubriendo a operadores profesionales muchas veces ilegales con los que comparten la plataforma para acabar siendo finalmente sustituidos por ellos.
Debido a esa inmunidad general decretada en las leyes de Internet para las empresas digitales y a su interpretación expansiva, el resto de la economía ha tenido que convivir durante décadas con otro agravio comparativo respecto a lo tecnológico. Cuando un cliente entra en unos grandes almacenes, lo hace con la noción de que El Corte Inglés o la cadena de que se trate conoce a sus proveedores. Se da por sentado que ha existido una verificación de los productos o la empresa que los fabrica y que la tienda responderá ante las reclamaciones. Esto no sucede exactamente así en el comercio por Internet donde los operadores no están obligados a verificar a sus proveedores ni responden por las ilegalidades de estos.
La experiencia de contratar un alojamiento con Airbnb es un buen ejemplo de las consecuencias de tener un marco legal diferenciado en el entorno digital. Al viajar con la compañía se sabe y acepta que hay un factor de riesgo específico a esa marca. Que quién alquila un espacio como «anfitrión» lo haga sin licencia está a la orden el día. Tampoco se puede dar por sentado que la información en los perfiles biográficos de los usuarios coincida del todo con la realidad. Constantemente, se crean auténticas tramas delictivas dedicadas a realquileres ilegales sin consentimiento del verdadero propietario en perfiles que, al ser expulsados, reaparecen inmediatamente con otro nombre. A cambio de viajar barato, se asumen riesgos y se toleran esas y otras irregularidades. También se mira para otro lado respecto a los problemas de acceso a la vivienda en los destinos que se visitan igual que pasa con las situaciones de explotación cuando se usa Uber o Glovo.
El tren de vida aspiracional de la economía colaborativa ofrece a los usuarios la sensación de tener chóferes privados, casas de vacaciones o asistentes personales a su alcance a bajo coste gracias a plataformas digitales y aplicaciones. Sus propietarias son las elegidas por grandes fondos inversores que prácticamente subvencionan unos precios artificialmente bajos. En otros artículos de este blog se ha tratado la cuestión financiera del fenómeno Airbnb que tiene, como estamos viendo, otra dimensión legal igual de fundamental.
Que este sea el estado de las cosas en Internet que el usuario ha acabado naturalizando no es ni fortuito ni inevitable. Se trata, por el contrario, de una serie de decisiones tomadas por financieros, políticos y reguladores. Una de las más transcendentes fue aquella directiva aprobaba por la UE hace 25 años. Más recientemente, en documentos de la comisión y otras instituciones se afirma que se necesita una renovación de la ley debido a que se redactó en el año 2000 cuando negocios como Amazon, Uber o Airbnb no existían ni podían preverse. Sin embargo, cuando el propio nombre de la directiva ya hacía desde el principio referencia a la regulación del «comercio electrónico» como realidad emergente en ese momento, no parece que ese haya sido el problema. Más que en predecir la aparición de las grandes plataformas de comercio electrónico en lo que ha fallado la directiva realmente es en considerarlas a todas ellas servicios de la sociedad de la información. De esta manera, las plataformas de contenido han acabado con el mismo trato que las de bienes y servicios.
Una exención de reponsabilidad del operador digital como la que establece la directiva sería en todo caso aceptable, aunque también discutible, cuando se está mediando con información o contenido —un material especialmente sensible por estar en juego la libertad de expresión—. La lógica detrás de este tratamiento es que, sin estar protegidas por ella, plataformas de información como Facebook o Google podrían acabar censurando contenidos lícitos por miedo a las sanciones. Pero este régimen de responsabilidad pensado para esas plataformas de información difícilmente está justificado cuando se trata de intermediarios digitales en el comercio de bienes y servicios. Estos son operadores tecnológicos en la economía de mercancías y prestaciones físicas con una problemática muy diferente que tiene poco que ver con la libertad de expresión. Al identificarse con ella, las plataformas se presentan en cada sector con licencia para transformarlo a su conveniencia con muchas consecuencias que no son siempre positivas, como se está comprobando.
En esto, la Comisión Europea viene alimentando la extraña idea con origen en la directiva de la neutralidad del operador digital con respecto a lo que en sus informes se denomina «relación subyacente». Según esta interpretación, la mayoría de las plataformas se estarían limitando a alojar contenido poniendo los medios tecnológicos para que diferentes usuarios contraten a distancia libremente sin influir en el negocio. Se entiende que, al ser neutrales, ellas no son responsables de lo que hacen esos terceros. Este principio, casi siempre en franca contradicción con la realidad, está teniendo muchos efectos económicos y sociales.
Mientras que Airbnb afirma abiertamente haber llegado para cambiar el turismo y ha conseguido en parte la disrupción del sector que se proponía, la comisión sigue considerando a la plataforma como un servicio de la sociedad de la información que se limita a alojar contenido digital. De esta forma, mantiene a la compañía fuera del alcance de regulaciones turísticas de todos los niveles. Puede que los vecinos de barrios saturados estén protestando en las calles por los efectos de su oferta descontrolada, pero las leyes de la UE la seguirán considerando un operador neutral para el turismo o la vivienda exento de responsabilidades. Esta ficción jurídica resulta tremendamente reduccionista.
Para empezar, independientemente de la capacidad que Airbnb llegue o no a tener de condicionar los alquileres, la empresa introduce una cuestión de volumen. Ella sola es una industria en si misma, una máquina de transformar vivienda en alojamiento turístico en cantidades industriales. Puede que unos cuantos vecinos dedicándose a alquilar a turistas por su cuenta no justifiquen la intervención de las autoridades, pero la aparición de las grandes plataformas ha contribuido a la proliferación de apartamentos turísticos, un efecto cuantitativo del que habría que responsabilizarlas a ellas. En su lugar, el principio de neutralidad les garantiza inmunidad. Al aferrarse a él, la comisión decide pasar por alto las muchas formas —sutiles y no tanto— de las que dispone una plataforma como Airbnb para influir en eso que Bruselas llama la relación subyacente.
En sus informes de 2016 Una agenda europea para la economía colaborativa, cuando teorizaba sobre esa supuesta neutralidad, la comisión estaba seguramente demasiado influida por las propias interesadas. Puede que Airbnb no fije los precios del negocio entre el host y el guest, pero la mediación algorítmica de los resultados de las búsquedas de alojamiento, el diseño del sistema de calificaciones mutuas entre usuarios, los sellos de calidad basados en criterios establecidos por la compañía… son instrumentos de control del negocio por parte de la plataforma que no se tienen allí en cuenta como debieran. Asimismo, esa visión de Airbnb como medio técnico neutral que se limita a poner en contacto a dos tipos de usuarios es difícil de sostener a la vista de algunas decisiones como la tomada por la empresa al inicio de la pandemia. En marzo de 2020, sus directivos ordenaron la anulación de todas las indemnizaciones por cancelación del huésped al anfitrión. Independientemente de la consideración de lo responsable que pudo o no ser aquella medida, lo importante de aquel episodio es que la plataforma estuvo en condiciones de obligar —o abstenerse de hacerlo— a todos sus usuarios según le pareció. Si alguna vez existió, la supuesta neutralidad salta por los aires cada vez que Airbnb demuestra hasta qué punto es capaz de imponer sus criterios; en aquella ocasión, ante una emergencia sanitaria, la próxima, quizás ante exigencias de su cuenta de resultados.
Ver reducida vía una ficción jurídica toda actividad de las tecnológicas a la aparentemente inocua de alojar contenido digital permite reclamar para ellas protecciones dirigidas a garantizar la libertad de expresión. Antes que en la UE, el viejo truco de identificar todo lo que pasa en internet con la primera enmienda ya lo inventaron en Estados Unidos. En realidad, la directiva de comercio electrónico se limitó a importar y a mezclar de forma confusa y a veces contradictoria principios jurídicos de leyes estadounidenses que la preceden unos pocos años. La prioridad del legislador entonces era favorecer a toda costa el crecimiento de la economía de Internet, lo cual terminaría por dar todavía más ventaja a unas pocas empresas adelantadas en forma de protecciones legales de «puerto seguro» para una industria naciente. Desde entonces, las norteamericanas se encuentran en Europa con leyes familiares y llegan con estrategias que ya les han dado resultado en su país, mientras que las empresas autóctonas se ven forzadas a adaptarse a principios ajenos.
Una consideración interesante acerca del comercio electrónico es preguntarse si, en lugar de por ser superior o preferido por el público, su auge no se habrá producido principalmente debido a que siempre ha jugado con todas las ventajas que venimos comentando. Junto con las dinámicas de los fondos de inversión ya mencionadas, este marco legal explicaría en gran parte la situación que conocemos hoy: agravios comparativos, ausencia de competencia, concentración en gigantes digitales…En los últimos dos años, la Comisión y las otras instituciones europeas han mostrado una preocupación creciente por los desarrollos en el tecnológico y sus consecuencias negativas. Lo más sustantivo en lo que se está materializando esa toma de conciencia es la preparación de una ley llamada a superar la Directiva de Comercio Electrónico. La DSA —Ley de Servicios Digitales— es la gran esperanza regulatoria europea. De momento, la Comisión ha publicado su propuesta que luego tendrá que pasar por el Parlamento y el Consejo. En ella, por ejemplo, después de décadas de todo vale, se introducen algunas obligaciones conocidas como KYBU o Know Your Business User — conoce al usuario del tu negocio—.
Sin embargo, pese a algunos avances, a la vista de la propuesta, parece que en la institución han pesado más viejas inercias que le han impedido innovar como prometía. El régimen de responsabilidad de los operadores digitales se mantiene declarándose una exención general similar. La prohibición de obligaciones de monitorizar o la necesidad de acudir al sistema de aviso y eliminación caso por caso también están ahí. La separación entre plataformas de información y de comercio de bienes o servicios no llega a producirse del todo. En su lugar, se introduce una excepción a la exención general de responsabilidad para los «mercados digitales», pero sin superar el tabú de establecer un régimen basado en obligaciones en positivo para ellos. Queda así sin aclarar cuáles son las responsabilidades de las plataformas por los comportamientos de las propias compañías no tanto de los usuarios.
La Comisión se mantiene fiel a la vieja tradición de ofrecer un trato de alfombra roja en las deliberaciones a las big tech. Y tampoco ha sido capaz de desenredarse de su largo idilio con Airbnb por tóxico que se esté se haya manifestado con el tiempo. A solas o en compañía de los lobbies de los que forma parte, siempre ha tenido una silla privilegiada reservada en las reuniones para preparar la norma, como se vio en otro artículo de noviembre del año pasado un mes antes de la publicación de la propuesta de DSA.
Igualmente, aquella campaña de cartas a alcaldes o comisarios de la que se hablaba aquí al principio, donde Airbnb se les presentaba como socia por la fuerza, estaba dirigida a concienciarles de que la nueva DSA debería de parecerse lo más posible a la antigua directiva. Efectivamente, la propuesta de la Comisión se parece más a lo que prefiere la multinacional que a lo que le piden sus ciudades. El texto ahora está en manos del Parlamento y El Consejo para revisión. Vistos los efectos de la Directiva de Comercio Electrónico en todos estos años, vale la pena preguntarse si se puede gobernar un entorno cambiante como el tecnológico con normas inmutables del más alto nivel que perduran dos décadas y media de espaldas a realidades que van surgiendo. Esto es cierto, especialmente, cuando quienes se ocupan de la interpretación en Bruselas atienden la llamada a la mesa de unos seductores profesionales que se han establecido permanentemente allí. La Comisión Europea ya lo hizo con Airbnb y queda por ver si el Parlamento y los propios gobiernos en el Consejo evitarán supeditarse declinando esa invitación envenenada.