carlosgarciaweb

26 Nov, 2020

Airbnb en la nueva regulación europea de plataformas digitales

La Comisión Europea está a punto de desvelar su Ley de Servicios Digitales, un ambicioso paquete de medidas para «preparar a Europa a para una nueva era digital». Lo que se sabe acerca de Airbnb, sin embargo, no parece especialmente alentador.

Lo que sucede con Airbnb es siempre sintomático de lo que se cuece en la economía digital. En su hoja de ruta para la regulación del tecnológico, Europa se acerca a una fecha señalada. El 14 de diciembre está previsto que se haga público uno de los más ambiciosos esfuerzos de la UE en esa materia: la Ley de Servicios Digitales o Digital Services Act (DSA) como se la conoce en inglés —un idioma que se mantiene como lengua franca de la Unión a pesar de la marcha del Reino Unido de tan malas maneras—. Una vez aprobado, el texto se convertirá en la herramienta principal de un paquete más amplio que lleva tiempo elaborándose para dotar al continente de una legislación que, según Bruselas, se necesita para una nueva era digital. Algunos de los adelantos que se han ido filtrando acerca de Airbnb en la regulación de las plataformas digitales de la UE son reveladores y tienen una lectura que traspasa al gigante californiano de los alquileres turísticos.

En octubre de 2020, el Parlamento Europeo —donde la DSA habrá de ser aprobada por votación— enviaba una serie de recomendaciones a la Comisión —que se encarga de redactar la norma—. Entre las que se refieren a turismo y trasporte, el Parlamento invita a la Comisión a crear un «marco de gobernanza mediante la cooperación entre las plataformas y las autoridades nacionales, regionales o locales buscando especialmente compartir las mejores prácticas y estableciendo un listado de obligaciones en las plataformas de movilidad y alquiler turístico vis a vis con los proveedores de servicios en lo que respecta a legislación nacional, regional o local.»

Este párrafo podría haber sido redactado punto por punto por el departamento de políticas públicas de Airbnb. El modelo de turismo y urbanismo que podríamos denominar de «plataforma reguladora» que la compañía lleva años promocionando está contenido allí entre líneas: Airbnb no está llamada a cumplir normas, sino a negociar acuerdos con las autoridades locales y nacionales de igual a igual. Las exigencias de simplicidad del mercado único justificarían algo que la compañía lleva años persiguiendo: un pase para las plataformas como ella a las «salas de control» donde se decide sobre áreas operativas clave como el turismo, el urbanismo o el transporte.

Resulta tremendamente chocante que, justo después de sugerir algo así, en el mismo documento, se incluyan todo tipo de prevenciones contra las plataformas «sistémicas» o «gatekeepers» que es como se les llama en esa jerga técnica que se habla en realidad en Bruselas en lugar de inglés. El legislador europeo no tendría que preocuparse tanto por el dominio de esas plataformas «guardianas del portal» si antes no les hubiese favorecido con otras normas y admitido como socias preferentes en sus deliberaciones.

Aquel Informe con recomendaciones destinadas a la Comisión sobre la Ley de servicios digitales del Parlamento es un ejemplo de lo mucho que está roto en la toma de decisiones de la UE. Al revisar las entidades consultadas para elaborarlo, entre las ocho que no son departamentos de la propia UE, Airbnb aparece invitada al menos en tres ocasiones: una en su nombre, otra como miembro de la EHHA —el grupo de presión de las americanas del sector de alojamiento extrahotelero dominado por Airbnb y Homeaway— y otra junto al Centro de Democracia y Tecnología —de nuevo un lobby norteamericano con el que los californianos colaboran en materia de discriminación—. Entre las cinco restantes, están Uber y el grupo de presión que reúne a los rivales europeos de Airbnb —que en esto no lo son tanto ya que colaboran para mantener las regulaciones que les benefician—. 

Este peso desproporcionado de las tecnológicas y su presión ubicua en las instituciones de Bruselas explicaría en parte una corriente reaccionaria que se ha extendido por ellas partidaria de mantener el statu quo jurídico. Desde hace décadas, este viene beneficiando a las plataformas norteamericanas; pero, en los últimos años, la situación ha empezado a revelarse cada día más insostenible para Europa, de ahí que se haya decidido embarcarse en su reforma. Aun así, en el citado informe del Parlamento, la Directiva de Comercio Electrónico del año 2000 aparece citada como «una de las más exitosas piezas de legislación de la Unión que ha dado forma al mercado único tal y como lo conocemos hoy». 

Sorprende que alguien en la UE salga a defender de esa forma lo que ha resultado ser un galimatías jurídico con tantas consecuencias negativas para la región. En la mencionada directiva no hay un solo aspecto que no sea contradictorio y controvertido. Esto es así porque el legislador europeo se inspiró en la normativa americana ya de por sí confusa sin entenderla del todo. El resultado fue una mala copia con la que nadie se aclara excepto un puñado de compañías estadounidenses especialmente dotadas para navegar el caos importado de su país. 

Allí la industria digital ha ido desarrollando una sucesión de interpretaciones cada vez más expansivas de aquellas normas que fueron creadas para protegerla en sus inicios. Una de esas interpretaciones extensivas recogida por los tribunales estadounidenses convirtió una protección de «puerto seguro» condicionada al comportamiento de las plataformas en una inmunidad que pasó a eximirlas de responsabilidades en todos los casos. Otra extensión de esta inmunidad se produjo cuando normas pensadas para el contenido difamatorio o la pornografía —especialmente sensible por afectar a la libertad de expresión— se aplicaron a actividades de comercio en línea como el alquiler de apartamentos o los transportes en la ciudad con poco que ver con aquella. 

A esa inmunidad se refería uno de los fundadores de la compañía en una entrevista para Reuters en 2018 al afirmar que, «cuando Airbnb empezó hace 10 años, la noción de que en realidad no puedes responsabilizarte de lo que pasa en tu plataforma era algo así como parte de la cultura». Pero lo que las empresas disruptivas como ella traían consigo era algo más que una cultura de la impunidad flotando en el ambiente tecnológico de Silicon Valley; venían con una estrategia consciente para sacar partido de un marco institucional favorable e influir en él. Las plataformas norteamericanas jugaron así con una ventaja que no solo se debía a una superioridad técnica innegable; también estaban siendo favorecidas por ese marco hecho a su medida. Esto ha tenido consecuencias especialmente negativas en Europa que ha acabado supeditada debido a sus propias leyes a una hegemonía que no le ha permitido ser ella misma en lo que se refiere a un sector especialmente estratégico y le ha privado de un espacio favorable para que surgieran plataformas europeas de redes sociales, buscadores o economía colaborativa, como sí ha pasado en China. 

Por la propia naturaleza de la tecnología, estás consecuencias desbordan a las industrias digitales afectando a todas las demás. En el continente más turístico del mundo, por ejemplo, el destino de la industria del alojamiento ha pasado a estar pendiente de un par de empresas norteamericanas que se han hecho con el espacio parapetadas tras normas que privilegian al tecnológico. No hay ciudad o país en el sur de Europa que no tenga enormes dificultades en aplicar cualquier regulación turística a Airbnb que está protegida como servicio de la sociedad de la información por la Directiva de Comercio Electrónico. Y, sin embargo, todavía hay en el Parlamento Europeo quienes la consideran un gran éxito, como acabamos de ver en ese informe que en octubre se presentaba a la Comisión recomendando que los retoques a la norma sean mínimos a petición de esas mismas plataformas que se pretende regular. 

Más que a un dilema, como afirmaba un libro de negocios clásico en la materia, el innovador a lo que se suele enfrentar es a una ironía. Los disruptores de ayer que venían a cambiarlo todo son hoy partidarios de un inmovilismo donde el cambio normativo se nos presenta como un salto al vacío: si no dejamos las cosas como están, la Internet tal y como la conocemos desaparecerá o la digitalización se frenará. La Directiva de Comercio Electrónico, la Millennium Act o la sección 230 —sus predecesoras americanas— han empezado a presentarse como unos monolitos atemporales sobre los que se cimienta la red moderna. «Protecciones fundacionales» mejoradas por «décadas de ley y jurisprudencia» se podía leer en un reciente artículo de Wired acerca de la 230. Esta publicación, en su día biblia de la utopía tecnológica, se ha pasado en esto al viejo «que me quede como estoy». Una visión favorable a empresas populares y poderosas está impregnando el periodismo, la opinión pública y, lo que es más preocupante para los europeos, sus instituciones encargadas de controlarlas como el Parlamento y la Comisión.

Es esta última la que lleva verdaderamente la iniciativa y el peso de la reforma de la regulación de las plataformas y no el parlamento. Aunque la actitud de los propios comisarios tampoco resulta especialmente tranquilizadora frente a la sospecha de sobrerrepresentación de las plataformas dominantes en las deliberaciones de las instituciones europeas. Son ellos mismo los que suben a Twitter fotos de sus videoconferencias con los líderes de las plataformas americanas como si se tratase de celebridades con las que hacerse un selfie

Entre las que han circulado durante la pandemia por las cuentas de los oficiales europeos, están las de Vëra Jourová, la Vicepresidenta de Valores y Transparencia de la Comisión, que el 22 de septiembre mostraba su total sintonía con el dueño de Twitter, Jack Dorsay, manifestándose de acuerdo con la postura que mantienen las redes sociales de que, en ningún caso, se les puede hacer responsables de eliminar el contenido dañino. 

Estas exenciones de responsabilidad de las plataformas de contenido pensadas para proteger el pluralismo en el debate público importan en el caso de Airbnb. Debido al tratamiento indistinto que se viene dando en la Directiva de Comercio Electrónico a realidades diversas, todas las novedades aparecidas en los mercados digitales desde que la norma entró en vigor en el 2000 que requerían una regulación, por diferentes que fuesen, fueron cayendo en el mismo saco de los llamados servicios de la sociedad de la información. A esa inmunidad de las plataformas de contenido que se justificaba en principio para proteger la libertad de expresión se fueron acogiendo mercados digitales como Ebay o Airbnb que tienen poco que ver con ella. Los alquileres turísticos y las noticias falsas acaban siendo objeto de los mismos informes, discusiones, leyes y jurisprudencia de los tribunales. Las plataformas saben sacar partido de esta confusión y asegurarse el régimen de responsabilidades más laxo. 

Por descontado que no podía faltar la cara sonriente de uno de los fundadores de Airbnb. El Comisario de Mercado Interior, Thierry Breton, publicó en su perfil varias fotos de su videoconferencia con Nathan Blecharczyk a finales de septiembre de 2020. Al verlo, un proyecto europeo que para la Comisión no merece tanta atención aprovechó ese mismo tuit para intentar hacerse un hueco en la agenda del político. Fairbnb Coop le pidió cita por esa vía para exponer su alternativa a la economía de plataforma al estilo de Silicon Valley: una red de cooperativas locales de alquiler turístico comprometidas con cumplir las normas municipales que buscan proteger el mercado de vivienda. Pero, como pasaba con el Parlamento, el plan de la Comisión de nuevo parece consistir en desafiar el dominio de los gigantes de Internet a base de hacerles mucho caso. Incluso más del que se merecen los propios estados miembros o sus ciudades, por lo que se ve. Estos se tienen que conformar con comunicaciones menos vistosas como los non-papers o documentos oficiosos, misivas unilaterales de remitentes que no pueden saber si se les está tiendo en cuenta. 

https://twitter.com/ThierryBreton/status/1311352915995570176

Barcelona, Valencia y otras 20 municipalidades de la UE firmaban en marzo un Documento de posición para una mejor legislación europea de las plataformas que ofrecen alquileres vacacionales de corta duración. Los ayuntamientos —las primeras administraciones en detectar en sus barrios turísticos las consecuencias del fenómeno de Airbnb y en reaccionar ante ellas— pedían que se obligue a las plataformas digitales de apartamentos a compartir datos, a publicar los números de licencia y a cumplir la legislación turística del lugar en el que operan, no solo la del país donde tienen la sede. 

A partir de todas esas entrevistas e informes, la Comisión se ha puesto a redactar un ambicioso paquete. La Ley de los Mercados Digitales es un compendio de medidas antimonopolio de nueva generación que irá saliendo a la luz a partir de diciembre empezando por la DSA, una de sus piezas clave. De momento, ha habido filtraciones y anuncios de lo que se pretende incluir. Algunas de esas decisiones afectarán al futuro de Airbnb. 

Se sabe que existirá una lista negra de plataformas dominantes —gatekeepers— sometidas a una regulación especial. Lo que no está todavía decidido es si en ella estarán solo las dos o tres más grandes —Google y Amazon, básicamente— o un grupo de unas veinte. En este segundo caso, tanto Airbnb como Booking se considerarían plataformas sistémicas del sector del alojamiento turístico sujetas a «medidas de control ex ante» de su posición de dominio. Esto significa que, para evitar que abusen de su tamaño, tendrán que cumplir un decálogo de obligaciones y prohibiciones que no afectan a las compañías menores. En un borrador que se filtró en octubre, la «prohibición de uso exclusivo de los datos» es la que más limitaría a Airbnb. De aprobarse, estos gigantes no podrán usar los datos que obtienen de sus usuarios a no ser que los compartan con sus rivales, las plataformas de menor tamaño. Airbnb lo tendría entonces más difícil para negociar con los ayuntamientos ofreciéndoles información a cambio de ordenanzas favorables.

La Vicepresidenta de Asuntos Digitales, Margrethe Vestager, ha adelantado que también habrá normas para combatir la venta de productos y servicios ilegales en esas plataformas. «Es ridículo que un comerciante que ha sido descubierto vendiendo productos ilegales pueda esfumarse en el aire y volver a registrarse con otro nombre unos minutos después.» «Las plataformas deben de actuar de forma mucho más rigurosa contra los productos y servicios ilegales que se ofrecen en ellas», fueron sus palabras sugiriendo que la identidad de quienes hacen negocios en esos mercados digitales debe de ser mejor verificada por parte de la plataforma que los controla. Esta exigencia podría complicarle las cosas a Airbnb que suele mirar para otro lado ante los ilegales sin que se le haya podido hacer responsable al estar amparada por la legislación europea. 

Sin embargo, tras veinte años de pasividad normativa, no todo el mundo parece entusiasmado con la hiperactividad repentina de la Comisión respecto a los mercados digitales y con el enfoque que allí se está dando a las nuevas leyes. Teniendo en cuenta la experiencia del fenómeno Airbnb en Amsterdam, el gobierno holandés le remitió en noviembre un documento oficioso con una claridad que desde un país especialmente turístico como España resulta envidiable.

El documento afirma que «se ha constatado que el alquiler turístico a gran escala de espacios residenciales tiene efectos negativos inter alia, en el mercado de la vivienda, la convivencia, la cohesión social, la seguridad y el nivel de juego limpio para otros proveedores de alojamiento». Redactado por políticos liberales con agenda económica conservadora, el texto, sin embargo, defiende el equilibrio entre las libertades económicas de un lado y el interés público de otro. 

En aras de una seguridad jurídica esencial para los negocios, allí se afirma que «todavía hay mucha incertidumbre a propósito de las reglas que los estados miembros pueden imponer a las plataformas que ofrecen servicios de la sociedad de la información bajo la directiva de comercio». El marco legal europeo necesita, por lo tanto, una reconsideranción. Se celebran en él los esfuerzos por sacar adelante la DSA, aunque se pide que sirvan para aportar soluciones a lo que los ayuntamientos y gobiernos holandeses se han encontrado sobre el terrero. En concreto, se necesitaría aumentar la responsabilidad de las plataformas para actuar contra los ilegales que operan en ellas, un mayor acceso de las administraciones a los datos para la aplicación de las ordenanzas y la revisión del principio de país de origen —CoO Country of Origin— . 

Lo cierto es que esa ocurrencia de la Comisión de que las plataformas compartan datos con sus rivales es señal de un cierto bloqueo ideológico entre los funcionarios europeos. Los datos como una cuestión de competencia reducen el verdadero papel que estos juegan en las infraestructuras y servicios necesarios en la sociedad digital. En su lugar, lo realmente operativo sería un registro anónimo y público donde la información estaría igualmente a disposición de los competidores de menor tamaño, pero también de investigadores, universidades o de los propios ayuntamientos que los necesitan para poner cierto orden en los alquileres turísticos. 

Sin un registro así, se podría argumentar que la noción misma de una economía colaborativa sobre la que se ha construido Airbnb es una falacia. Muchas ciudades han intentado poner en marcha sistemas que permitan el alquiler turístico de la vivienda habitual durante un máximo de días al año. Estos planteamientos son sencillamente una fantasía sin información compartida donde todas las plataformas aportan los datos de ocupación de cada proveedor del servicio. Esto no puede dejarse a la voluntad de las compañías ya que tienen demasiados incentivos para ocultar o manipular esos datos a la baja. 

En cualquier caso, esas barreras mentales, complejos y trato de alfombra roja con las big tech en Europa justifican el escepticismo de algunos analistas. Igualmente, ahí están los precedentes legislativos. Bruselas ha producido más de una norma compleja y de difícil aplicación como la Directiva de Comercio Electrónico sin ir más lejos. Más recientemente, el reglamento de protección de datos RGPD también se celebró como una ambiciosa innovación en materia de privacidad capaz de cambiar las prácticas de los gigantes de Internet. Tras dos años en vigor, un artículo del NYT recordaba durante el confinamiento que a los países individuales les faltan recursos para obligar a cumplirlo. En Luxemburgo, las autoridades responsables de regular a Amazon disponen anualmente para hacerlo de lo que la multinacional factura en 10 minutos. Las grandes corporaciones han afinado sus tácticas para esquivar las multas o la supervisión y, en lo sustancial, el modelo de negocio extractivo con los datos a la americana no se ha visto afectado en Europa. Quienes sí que están notando los cambios son las PYMES y usuarios sujetos al incordio de ventanas emergentes de consentimiento obligatorias a las que se suele hacer poco caso. 

Esta vez, con la reforma de las leyes de los mercados digitales, se necesitaría un verdadero giro respecto a lo que se ha estado haciendo durante décadas y hay dudas de que entre los que están al frente de las instituciones europeas exista la audacia para darlo.

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