carlosgarciaweb

2 Oct, 2021

Del Facebookgate al FacebookLeaks. Ni filtraciones ni boicots serán suficientes para hacer cambiar a la red social

Las revelaciones espectaculares del periodismo de investigación caen en saco roto sin un movimiento político de base que presione para exigir cambios

El domingo 3 de octubre, está previsto que una informante que ha trabajado en Facebook tire de la manta en horario de máxima audiencia sacando a la luz documentos que prueban todo tipo de malas prácticas en su antiguo trabajo. Para saber qué va a pasar con esta filtración —que el Wall Street Journal ya lleva varias semanas adelantando por capítulos— basta con mirar al pasado. La experiencia nos dice que este FacebookLeaks apenas pasará factura a la compañía como tampoco lo hizo el Facebookgate de Cambridge Analytica, otra bomba informativa simultánea del New York Times y The Guardian de hace tres años. En aquella ocasión, el tirón de orejas al fundador de la red social en el parlamento y la multa irrelevante con la que se liquidó el asunto hicieron que la compañía acabase revalorizándose en los mercados.

Por grave que pareciese lo que entonces se supo, los usuarios y accionistas lo tenían ya descontado de antemano. Los unos retuvieron sus acciones, mientras los otros siguieron usando la plataforma como si nada. El público apenas se inmutó al constatar que estaba siendo sometido a una cosecha indiscriminada de datos que luego se custodiaban de la forma más irresponsable. Del mismo modo, hoy tampoco se está reaccionando ante cientos de documentos que prueban el doble rasero de la empresa para no censurar a las celebridades, la pasividad ante informes que avisaban de daños psicológicos en adolescentes o la tolerancia premeditada con la desinformación o la polarización.

Pero hay noticias que se entienden mejor juntas y las del WSJ son todavía más reveladoras puestas al lado de otro artículo reciente de un digital especializado en tecnología. Allí se contaba que hay algo que sí que está impactando en la compañía donde de verdad le duele. Los cambios recientes en la política de privacidad de Apple —y quizás pronto de Google— comprometen, según ha adelantado la propia red social, los beneficios del tercer trimestre de 2021 y han hecho que su capitalización bursátil descienda de momento un 4%.

Con las nuevas políticas en vigor, los usuarios de los dispositivos tienen que dar permiso expreso a las aplicaciones de Facebook para ser rastreados y la gran mayoría prefiere no hacerlo. Esta barrera sobrevenida para seguir cosechando datos de comportamiento como se viene haciendo es un duro golpe al modelo de negocio de la red social. Este consiste básicamente en vender anuncios dirigidos a perfiles que se confeccionan con esos datos y, sin ellos, pierden valor para los anunciantes. Voces críticas llevan tiempo señalando a esta publicidad basada en la vigilancia como causa de todos los males que internet está provocando en las sociedades y piden limitarla o incluso que sea prohibida. Esos críticos con el modelo de negocio llevan años esperando regulaciones que le pongan límites que nunca acaban de llegar.

Tampoco se están produciendo bajas en masa penalizando a la compañía al descubrir sus malas prácticas. A falta de ese correctivo, los palos en las ruedas entre grandes corporaciones tecnológicas estarían consiguiendo lo que no logran las revelaciones estrella del periodismo de investigación. Son los otros gigantes tecnológicos y no esos usuarios vigilados los que han reaccionado. Ellos han tomado la delantera bloqueando formas intrusivas de recolección de datos siempre que quien las ejerza sea una plataforma ajena —mientras cada una de ellas practica la vigilancia a su manera con sus propios productos—.

Esto es lo más cerca que estamos hoy de observar la teórica capacidad niveladora de la competencia libre. En un sector altamente concentrado, esta hace tiempo que desapareció. Restaurarla es lo que propone otra familia de soluciones. Google y Apple no se pueden considerar competidores de Facebook, pero sí corporaciones que mantienen piques entre ellas. Un simple cambio de las alineaciones estaría pasando más factura que una larga secuencia de escándalos. Los mercados de la atención están demasiado saturados de información como para indignarse por otro más el tiempo suficiente que permita reaccionar. El día que se desvela la identidad de la informante coincide, convenientemente para Facebook, con los Pandora Papers, un nuevo escándalo bancario con nombres de famosos y aires de estreno mundial que le robará parte del protagonismo.

Quizás sea el momento de tomar nota y revisar ciertas expectativas ampliamente compartidas que resultan algo ingenuas a la vista de lo que viene sucediendo. La capacidad de cambio de una ciudadanía informada que modifica sus hábitos de consumo en función de lo que descubre en los medios de comunicación está sobrevalorada. Puede que en los días del Watergate las revelaciones de unos periodistas del Washington Post hicieran tambalearse a un gobierno. Pero eso no está pasando hoy con las grandes corporaciones de Internet que prácticamente tienen monopolizadas bastas parcelas de la economía y el poder —especialmente si pensamos que el Washington post es ahora mismo propiedad de Jeff Bezos—. 

Probablemente, durante el escándalo de Cambridge Analytica, el boicot con la etiqueta #deleteFacebook —bórrate de Facebook— no le quitó a Mark Zuckerberg ni un minuto de sueño. La jurista involucrada en los actuales movimientos antimonopolio en EEUU, Zephyr Teachout, lo explica en su libro Break’em up en un capítulo titulado No, no tienes que borrarte de Facebook. Allí se diferencia entre boicots que a lo largo de la historia han conseguido sus objetivos de los que no tanto.

El boicot al azúcar fue transcendental para cambiar las leyes anti-esclavitud. Eso sí, los abolicionistas ingleses nunca perdieron de vista cuál era su objetivo principal: el parlamento y cambiar las leyes esclavistas. El boicot fue un suplemento y nunca el centro de la estrategia para acabar con ellas. Fue una táctica englobada en un movimiento fundamentalmente político y electoral diseñado para crear apoyo público para modificar las estructuras del poder formal. Por el contrario, el anuncio de Nestlé de que cambiaría sus prácticas de negocio después del rechazo que provocaron sus campañas publicitarias alentando a sustituir la leche materna puede considerarse un éxito relativo desde la óptica de la autora.

Los boicots como el de Nestlé o Facebook —enfocados menos a la acción legislativa y más a las marcas para que se porten mejor con los trabajadores, el medio ambiente o el cliente— son poco ambiciosos y efectivos. Lo que se consigue con ellos es que esas marcas se busquen otras causas llamativas para desviar la atención o, aún peor, que aprendan prácticas más opacas reorganizando sus cadenas de suministro con sistemas de ignorancia deliberada en las compras que les aíslan de la responsabilidad y de la protesta.

El consumo ético es una opción individual muy digna, según se afirma en el libro, pero depende de cómo se enfoque puede llegar a obstaculizar el cambio al desplazar la tensión de la esfera pública a la privada. Muchas veces, hay detrás una lógica peligrosa: usar un servicio quiere decir defender su modelo de negocio. Si alguien no es lo suficientemente fuerte como para quitarse de algo, no tiene legitimidad para luego objetar ante los reguladores o los que tienen el poder exigiendo cambios.

Es necesario no caer en la tentación de usar esos patrones responsables de consumo como test de integridad. Eso en el fondo impide el activismo: «en lugar de una cadena simple de demandas democráticas la culpa se inmiscuye en la protesta y aparecen complicadas cadenas de justificación personal». La gente se siente mal por estar usando determinado producto o servicio y esta vergüenza se interpone en una verdadera protesta política. Esto es todavía más grave cuando se trata de servicios que son prácticamente «infraestructuras digitales ubicuas con posiciones casi gubernamentales». Quitarse de Facebook y sus otras redes afectará a las conexiones profesionales o las posibilidades de un pequeño negocio de formas que no todo el mundo se puede permitir.

Resulta atractivo pensar que se está votando con las compras —una de las premisas favoritas del economista estrella de la escuela de Chicago Milton Friedman para el que consumir era más democrático que unas elecciones—. Ciertas decisiones de compra permiten a la gente adjudicarse la virtud en sus vidas sin el lío que organizarse y crear coaliciones. Esta despolitización puede que haga más limpios a los individuos, pero a la sociedad en general o al sistema los empeora.

Efectivamente, hoy Facebook está en apuros, pero su situación delicada no se debe tanto a la sucesión de crisis de imagen de una empresa con una cultura corporativa especialmente tóxica ni a unas malas prácticas que apenas fueron ningún secreto alguna vez. Sus verdaderos problemas son los procesos judiciales que se amontonan en su contra de los que va a tener que empezar a responder pronto. El giro en las interpretaciones jurídicas que ha dado pie a esta ola de demandas se debe a su vez a un movimiento político del que Zephyr Teachout forma parte. Algo que empezó pequeño hace unos años y se ha hecho más influyente hasta entrar en el poder con la administración Biden. Esta jurista ha colaborado con Lina Khan, una joven académica que en 2017 publicó un artículo influyente. Su título La paradoja antimonopolio de Amazon parodiaba a otro clásico de la Escuela de Chicago, esta vez, de la rama legal y allí se refutaba el concepto de competencia dominante en las últimas décadas. Desde hace unos meses, Khan se encuentra al frente de la transcendental Comisión Federal de Comercio.

En artículos anteriores también se habló de Open Markets Institute, un grupo de presión que ha sido importante a la hora de cambiar la percepción de las consecuencias negativas de la excesiva concentración corporativa no solo en el tecnológico. Matt Stoller, uno de sus miembros, ha sido especialmente convincente, tanto para demócratas como republicanos, argumentando acerca de la «maldición de lo grande» o de lo negativo que resultan los monopolios en muchas áreas económicas. Impulsadas en parte por este movimiento, han surgido iniciativas legislativas en varios estados. En camino hay nuevas regulaciones como la ley de privacidad californiana que, de momento, Facebook, Apple o Google se niegan a aplicar. Esta norma les obliga a ofrecer al usuario una sola opción con la que evitar el rastreo en todas las páginas y aplicaciones sin tener que solicitarlo una a una.

Facebook y compañía tienen muchos medios a su alcance para desviar la atención y lavar su imagen después de un temporal como el que se anuncia para el domingo 3 de octubre. Si se pretende que la situación mejore, la presión del público ha de dirigirse a reclamar cambios legislativos en lugar de esperar a que marcas con imperativos de mercado para espiar, crear adicción, polarizar e inventar luego todo tipo de excusas les hagan caso. El revuelo que se pueda causar por el FacebookLeaks servirá para que las grandes tecnológicas empiecen a rendir cuentas siempre que esté respaldando a un movimiento político de base como la corriente antimonopolios ya en marcha en aquel país.

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