En los últimos años, parece que la palabra experiencia vale para todo. Es posible que de tanto escucharla estemos empezando a sentir rechazo y fatiga por ella.
Muchas veces se usa de una forma tan vaga que parece que quiere decir todo y no quiere decir nada, pero es un concepto bastante útil si conseguimos usarlo con cierto rigor.
Las experiencias son nuestra forma de conocer la realidad y de cambiar
Los individuos no sentimos emociones aisladas sino en forma de experiencias. A lo largo de nuestra vida, nos experimentamos a nosotros mismos y nos experimentamos con respecto al entorno, a los otros y a las demás cosas. Nuestra mente tiene una parte cognitiva que obtiene experiencias y otra que las almacena en la memoria.
Aprendemos por medio de experiencias que actúan como detonantes del cambio. Las experiencias nos llegan, las sentimos, las analizamos, las entendemos y pueden llegar a cambiarnos. A veces las sentimos como un error y otras como un acierto y así es como vamos creando un sistema de valores: esto es bueno/malo para mi, esto es bueno/malo para mis semejantes, esto es bueno/malo para el entorno …
Las experiencias así entendidas están situadas un lugar básico y central. Es probable que por eso se hayan convertido en un concepto interdisciplinar que aparece en distintas materias: hay un turismo experiencial, pero también existe el marketing experiencial o toda una teoría de la economía de las experiencias.
La economía de las experiencias
Se trata de una teoría que empezó a tener relevancia a principios de siglo tras la publicación en 1999 de un libro clásico sobre el tema, cuya idea fundamental es la necesidad constante que tienen los negocios de crear más valor.
La economía de experiencias es una etapa en la progresión en la creación de valor por parte de los negocios. Según esta teoría, en el momento del paso de una economía agraria a una industrial, la base del valor productivo cambió de la extracción de materiales a la producción de bienes diferenciados y luego a la producción de servicios, que aportan aún más valor añadido que los productos.
Sin embargo, los servicios son fáciles de copiar y la tecnología, la competencia y las expectativas crecientes del consumidor hacen que éstos le acaben resultando tan indistinguibles los unos de los otros como lo son las materias primas, lo cual incentiva a los proveedores a desarrollar experiencias completas, como valor añadido a esos servicios.
En este contexto, las experiencias son servicios enriquecidos con distintos elementos, que se viven como un todo. Se escenifican o se montan con el objeto de crear más valor para el consumidor. Llegará un momento en el que las experiencias no serán suficientes y entraremos en la economía de las transformaciones.
Estas son las etapas en la evolución e la creación de valor de los negocios:
- Un negocio de materias primas cobra por productos sin diferenciación
- Un negocio de bienes cobra por cosas tangibles diferenciadas con una marca
- Un negocio de servicios cobra al cliente por las actividades que realiza como usuario
- Un negocio de experiencias cobra al cliente por la sensación total que tiene cuando es usuario
- Un negocio de transformación cobra al cliente por los beneficios que obtiene tras involucrarse en un proceso de cambio.
Al leer sobre estos temas, suele aparecer la idea de «experiencias significativas» que son aquellas con tal valor para el consumidor que contribuyen a mejorar su vida.
Se habla de experiencias de primera y segunda generación. Las primeras son las descritas por Pine y Gillmore en 1999. En ellas el proveedor es quien monta la experiencia y quien controla todos sus aspectos: el escenario, el guión, la música, etc.
La co-creación y el elemento creativo son los rasgos clave de las experiencias de segunda generación de las que hablan autores más recientes como Albert Boswijk. En ellas, al cliente no se le considera como un receptor pasivo, sino que participa en un proceso colaborativo junto con el productor para co-crear la experiencia juntos.
¿Qué nos hace más felices los objetos o las experiencias?
Varios estudios científicos se han dedicado a medir la felicidad que nos produce aquello en lo que gastamos el dinero. A partir de encuestas y otros métodos, han llegado a la conclusión de que nos hace más felices gastarlo en experiencias (un viaje, un restaurante o un concierto) que en objetos materiales.
Compramos cosas para hacernos felices y, como un objeto dura más que una experiencia, tendemos a pensar que nos hará felices por mas tiempo. Sin embargo, uno de los mayores enemigos de la felicidad es la adaptación. Las cosas que compramos nos hacen felices por un momento por que las encontramos excitantes al principio, pero pronto nos acostumbramos a ellas. Conforme pasa el tiempo, se vuelven normales y ya no nos hacen tan felices.
Con las experiencias, pasa algo distinto: el grado de satisfacción aumenta con el tiempo.
La explicación es que lo material se vuelve normal, mientras que las experiencias inmateriales acaban interiorizándose y formando parte de la personalidad.
Te pueden gustar tus cosas materiales y hasta puedes pensar que parte de tu identidad esta conectada con ellas, sin embargo, se mantienen separadas de ti. Mientras que tus experiencias, al contrario, son parte de ti. Nosotros somos la suma de nuestras experiencias.
Incluso parece ser que acabamos mejorando con el tiempo la valoración inicial que hacemos de una mala experiencia.
Otra de las ventajas de las experiencias es que no solemos vivirlas solos, sino que suelen ser momentos que hemos compartido con otros y, por eso, nos ayudan a conectar. Las experiencias acaban interiorizándose en el relato que nos hacemos de nosotros mismos. Cuando esas personas no están presentes, forman parte de las historias que contamos a otros y volvemos a sentir la conexión con los que estaban allí.
Sea compartiendo experiencias con vuestros amigos o rodeados de vuestros objetos favoritos, espero que disfrutéis del verano y seáis felices.
Imagen: By Thomasquinlan (Own work) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons